miércoles, 30 de junio de 2010

Subjetividad

El libre ejercicio de la crítica -literaria, musical, cinematográfica, deportiva...-, sin servidumbres de ningún tipo, refleja la buena salud de los medios de comunicación en los que se expresa. Del crítico, un especialista en su materia, esperamos honestidad, criterio, profesionalidad, pero no objetividad. Su opinión, lógicamente, está marcada, lastrada -en el buen sentido de la palabra- por sus gustos, sus experiencias, pero también, y sobre todo, por sus conocimientos. Eso la distingue de la de cualquier ciudadano de a pie, de un mero aficionado. Y en una crítica queremos encontrar coherencia, exquisita redacción -a ser posible-, respeto y juicios fundados, que no descalificaciones gratuitas.

A uno puede no gustarle el último libro de Bernardo Atxaga, la entrega más reciente de Diego El Cigala, el concierto de hace unos días de Joaquín Sabina en Las Ventas o la esperadísima película de Almodóvar. Y puede expresarlo públicamente en las páginas de un periódico, en las ondas o a través de la red. Si quien la lee o la escucha confía en hallar en ella el reflejo exacto de las impresiones que le produjo el libro, el disco, el partido de fútbol o la exposición, y en el crítico a una alma gemela con la que comulgar, se ha confundido de género periodístico. Despotricar contra el profesional porque no ha escrito al dictado nuestro, no es más que una manifestación de intolerancia y desprecio por el parecer ajeno, más propio del régimen de Pol Pot. Y aprovechar que se cuenta con una columna de opinión en un medio de difusión nacional para insultar a un crítico, un acto de malas artes periodísticas.

El crítico está para hacer críticas, no para reirle las gracias a los artistas, deportistas o espectadores. Basta con no tomarlas en cuenta para no hacerse sangre. Tan sencillo y tan difícil...para algunos.


domingo, 27 de junio de 2010

De la tradición



La tradición es el mejor argumento al que se está agarrando cierto sector de la sociedad española -cada vez más amplio, con especial incidencia en la clase política- para justificar su permisividad con ciertas conductas y, al mismo tiempo, condenar otros comportamientos que le resultan incómodos, no se sabe muy bien por qué razón. La tradición se esgrime como la mejor defensa frente a las críticas.

Si se condena tirar cabras desde un campanario, lancear un toro hasta la muerte o matar a patadas una vaquilla, para regocijo de parroquianos de distintos lugares de la geografía española, por extraer sólo unas pocas conductas de las que son víctimas los animales de la larga lista que existe en este país, entonces se atrinchera en la tradición. Si los defensores del laicismo recuerdan que la presencia de crucifijos y otros símbolos religiosos en las aulas, hospitales y otros espacios públicos no resulta acorde con los usos que debieran regir en un Estado aconfesional como el nuestro, pues a parapetarse en la tradición. Si los nudistas reclaman un mayor espacio público para expresar libremente su desnudez, pues se tapa un ojo, mira por el otro e iza la bandera de la tradición, del pudor y de la urbanidad.

Amparado en la tradición, ese núcleo de ciudadanos se muestra tradicionalista, ultramontano, intolerante. A las primeras de cambio, se lanza al monte a emprender campañas contra todo aquello que, a su juicio, pone en peligro su escala de valores, llámese matrimonio entre personas del mismo sexo o uso del nihab. Da igual lo que sea, porque siempre encontrará un motivo para tratar de imponer sus principios. Aunque tenga que hacer la vista gorda con ciertos comportamientos que debería condenar porque nada tienen que ver con la tradición -¿o sí?-, como la pederastia de la iglesia católica o la corrupción política.

miércoles, 23 de junio de 2010

¿Olvidar? No



"Quien honra a sus muertos, se honra a sí mismo", reza en la entrada de algunos cementerios. Y, sin embargo, en España, todavía hay muchos que se empeñan en que esa leyenda no se cumpla, impidiendo a millares de familiares de asesinados por el régimen de Franco que, más de setenta años después de acabada la Guerra Civil, puedan recuperar los cuerpos de sus seres queridos y darles un último adiós. Argumentan, cínicamente, que abrir fosas e identificar a las víctimas sólo sirve para reabrir viejas heridas, como si las únicas cicatrices estuvieran del lado de los vencedores, que, por si fuera poco, durante cuarenta años pudieron honrar a sus muertos, mientras se reservaba a los vencidos el silencio, la humillación, la venganza, el sufrimiento, la represión.

Se cuentan por miles los españoles que deben ser rehabilitados. Se cuentan por miles las familias que siguen confiadas en que algún día les sean devueltos los restos de sus abuelos, padres, tíos y hermanos. Y mientras llega ese esperado momento, mientras la vergüenza se cierne sobre un país que desprecia la memoria individual de tantos y tantos ciudadanos, queda el consuelo de pronunciar los nombres de los desaparecidos, de los paseados, de los fusilados. No hay que renunciar a ese derecho. Gritemos sus nombres uno a uno junto a las tapias de los cementerios en donde un pelotón acabó con sus vidas, en las cunetas, en los campos, en las simas, donde cobardemente fueron asesinados. Allí donde se sepa que alguien permanece enterrado, arrebatado a los suyos, digamos bien alto su nombre y sus apellidos. Honrémoslos, porque entonces nos estaremos honrando a nosotros mismos y haciendo justicia. Y sigamos luchando para recuperar sus restos, para que en cada uno de esos lugares de infamia, un memorial, una placa, un monumento los rememore y nos devuelva a todos su recuerdo.

domingo, 20 de junio de 2010

Wiesel/Semprún



Los escritores Elie Wiesel (Sighet, actual Rumanía, 1928) y Jorge Semprún (Madrid, 1923) coincidieron en el campo de concentración de Buchenwald en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Quien fuera Premio Nobel de la Paz en 1986 había llegado desde Auschwitz, junto a su padre, que moriría unas semanas después, en una de aquellas marchas de la muerte organizadas por los nazis para desalojar los campos del Este europeo ante el empuje de los soviéticos. El español había sido detenido en Francia por pertenecer a la Resistencia.

Ambos compartieron el día de la liberación el 11 de abril de 1945, cuando un jeep del ejército norteamericano, en el que viajaban el civil Egon W. Fleck y el oficial Edward A. Tenenbaum, llegó a las puertas de Buchenwald. Y, posteriormente, los dos se agarraron a la escritura, a la ficción, para poder seguir viviendo después de la experiencia concentracionaria.

En 1960, Wiesel escribió El alba, que forma parte de su Trilogía de la noche (El Aleph Editores). Momentos antes de ejecutar a un oficial británico, el protagonista de la novela -alter ego de Wiesel- cuenta: "Estábamos solos en la celda blanca y estrecha. Él, sentado en la cama, yo, de pie ante él. Y nos mirábamos. Hubiera querido verme con sus ojos. Tal vez él quería mirarse con los míos". Surge, pues, la necesidad de cambiarse por el otro, de convertirse en el otro, de vivir su experiencia. Víctima y verdugo, frente a frente.

En 2001, Semprún entregó a la imprenta un libro en el que retornaba, una vez más, a Buchenwald: Viviré con su nombre, morirá con el mío (Tusquets Editores). Gracias a esa transmutación, a ese ponerse en la piel del prójimo, Semprún sobrevivió. Víctimas frente al verdugo.

sábado, 19 de junio de 2010

José Saramago

Aparentemente, la muerte de un escritor es un hecho irrelevante para el lector. O debería serlo, salvo por cuestiones sentimentales. Ahí quedan, para la posteridad, sus obras, que serán leídas por las generaciones venideras, como lo fueron por los contemporáneos del autor. Nuestras bibliotecas están repletas, mayormente, de textos de escritores desaparecidos. Las clases de Literatura son, en general, un repaso a una larga lista de gente que ya no está, que falleció hace bastante tiempo.

Sin embargo, con el fallecimiento de José Saramago todos nos hemos quedado un poco huérfanos. Al menos, quienes creemos que un mundo mejor es posible, que entre todos, si cada uno pone de su parte, podemos erradicar la violencia, la pobreza, la humillación, los abusos, la inmoralidad... José Saramago, el escritor de origen humilde que alcanzó el reconocimiento mundial con el Premio Nobel de Literatura en 1998, nos convenció, con cada uno de sus gestos, de que la indiferencia -y la inacción que conlleva- es uno de los males de nuestra sociedad, porque permite que se destruya la dignidad de los semejantes.

Su compromiso y su incesante lucha nos quedan como ejemplos morales a seguir. De otro modo, sin esa responsabilidad con el prójimo, seremos cómplices de tanta y tanta injusticia, de tanto sufrimiento, de tanto olvido.


viernes, 18 de junio de 2010

Gonzalo González

Inquietud. Desesperanza. Imposibilidad. Derrota. Unas alas que deberían estar volando aparecen quebradas, sin vida, incapaces de levantar el vuelo. Sin un cuerpo al que agarrarse. Colgadas del vacío. Y detrás de esa imagen de aparente inmovilidad, de quietud y silencio, sólo hay sufrimiento, tragedia. Un cadáver que nos habla de sueños rotos.

El artista tinerfeño Gonzalo González (1950), cuya producción transita desde hacia varias décadas entre la pintura, el dibujo y la escultura, ha querido mostrarnos, de un modo simbólico, pero también valiente, qué se esconde detrás de la violencia de género, qué experimentan las mujeres que, en lugar de cariño, reciben palizas, que no entienden la razón por la que su amor es correspondido con bofetadas, con patadas, con odio.

Esta pieza estará presente, a partir del 22 de junio, en el espacio TEA (Tenerife Espacio de las Artes), formando parte de una exposición colectiva con la que se pretende, desde la creación artística como excusa, denunciar esa lacra social que es el terrorismo doméstico que ejercen quienes, equivocadamente, se creen con el poder para decidir sobre la vida y el destino de los demás.

En Gonzalo González, las alas, representadas de forma independiente, como símbolo de derrota, son un motivo recurrente. El mito de Ícaro, al que los rayos de sol devolvieron a la tierra en lo que supuso un triunfo sobre la soberbia humana, aparece en una de sus clásicas ventanas de bronce, formando parte de una composición que supone un guiño a la corriente metafísica.

martes, 15 de junio de 2010

Silencios tangerinos


En su novela Día de silencio en Tánger, el marroquí Tahar Ben Jelloun, autor por entonces de unas obras que con posterioridad no ha logrado superar desde una perspectiva literaria, retrata a un anciano que lucha contra el tiempo, que trata de agarrarse a la vida a través de una serie de amigos que ya no están, que hace algunos años que dejaron este mundo. Él espera en vano su visita, confiado en que en algún momento tocarán a su puerta, del mismo modo que cuando marca los números de teléfono que conserva en su agenda, nadie le contesta al otro lado del auricular. La muerte ya ha hecho su trabajo. No ha errado en ninguno de sus objetivos. Pero él se resiste, en lo que representa un gesto de rebeldía frente al destino, ante una evidencia que no deja lugar a dudas.

Hace unos días, cenábamos con unos amigos que ya han alcanzado esa edad en la que hablamos de ancianos. Él está a punto de cumplir 93 años y ella ha dejado los ochenta hace algún tiempo. Como si se tratara de un lamento, ella comentó en un instante que ya no tenían amigos, que todos se habían muerto. Sólo quedamos su familia y nosotros, muchísimo más jóvenes. ¿Cómo consolar a quien conoce su destino? ¿Cómo impedir una desazón cuya lógica es irrefutable?

¿Consuelo? No. Todos acabaremos consultando el listín telefónico y lamentando la muerte ajena, amiga. O quizás lo hagan otros por nosotros.

lunes, 14 de junio de 2010

Gracias, Lemmy


Después de Lemmy Kilmister, Lemmy. A punto de cumplir los 65, cuando más de uno se habría acomodado ya en la jubilación, convencido de que lo ha dado todo al mundo laboral y que trabajen otros, qué carajo, el líder de Motörhead continúa sobre los escenarios, atronando los oídos de los seguidores de la banda y siendo fiel a sus principios. Seguramente hayan cambiado muchos de los que permanecen inamovibles a la filosofía del rock'n roll que proclaman las canciones de la banda británica, a lo mejor hasta alguno pertenece a la casta de los especuladores financieros que han provocado la grave crisis que vivimos en todo el planeta desde hace un par de años. Pero quien no se ha un movido un ápice de sus creencias musicales ha sido Lemmy. Ahí está, como si el tiempo no hubiera pasado por él, percutiendo el bajo como si fuera una ametralladora, atrincherado tras un micrófono elevado que le obliga a cantar forzando una voz que se quebró hace ya más de tres décadas, cuando aún estaba al frente de Hawkwind.


Los conciertos de Motörhead son una orgía de sonido, una apabullante sucesión de temas interpretados a una velocidad imposible para cualquiera salvo para, quizás, las bandas de gitanos centroeuropeos. No hay tregua, no hay descanso. Un ritmo infernal que ha convertido a Motörhead en los pioneros del Speed Metal, en los Ramones del Hard Rock. En definitiva, en únicos.


Sombrero de oficial del ejército de la Unión y camisa y pantalón negros, Lemmy volvió a demostrar esta noche, sobre el escenario del Rock in Rio, que el rock'n roll no tiene edad, que hablar de dinosaurios en la música es una soberana gilipollez y que cuando uno está a punto de ser declarado inútil laboral, todavía le quedan energías suficientes para poner a unos cuantos miles de ciudadanos a botar y a escupir adrenalina.


Lemmy Kilmister en estado puro. Y por mucho tiempo. ¡Que tiemblen otros!

domingo, 13 de junio de 2010

Juegos de palabras


Pintadas, carteles, anuncios, prospectos... da igual. En apenas unas pocas líneas se descubren descuidos y, con ellos, equívocos, inexactitudes y erratas que quedan para el recuerdo y que ponen en evidencia a sus responsables. Ya Luis Carandell, periodista y escritor notable, dejó constancia, hace algunos años, de estos gazapos públicos que, habitualmente, pasan desapercibidos pero que, con un poco de atención, retratan a quien no ha tenido cuidado a la hora de dirigirse a sus semejantes por algún motivo peregrino. Una letra que baila, un género que no encuentra su correspondencia, un error garrafal que clama al cielo, una pifia achacable a los duendes de las imprentas. En definitiva, ejemplos que quedan ahí para regocijo de todos.

Para no pasar por el arco, ¿se ha de tener marcapasos e ir acompañado por una señora embarazada? ¿Y si uno lleva colocado un marcapasos pero no una embarazada a mano? Menudo engorro.

Y el artista latino que interpreta tamaños éxitos, ¿aspirará la hache u olvidará su pronunciación?
¿Acaso son manchegos el dueño y la perdiz? ¿Qué habrá aprobado el ave? Eso sí, nada antes de las cinco de la tarde....

Y como ejemplos, otros botones:




viernes, 11 de junio de 2010

Pilar Méndez

Pilar Méndez acudía en días alternos y laborables al Centro de Día del Hospital Clínico de Madrid. Allí pasaba varias horas junto a algunos afectados por demencia senil o Alzheimer. Un infarto cerebral había dañado sus capacidades motoras y requería -¡a su edad!- un nuevo aprendizaje que le permitiera recuperar las habilidades perdidas. Era una mujer pequeña, consumida, que no perdía nunca la sonrisa, un gesto que marcaba, aún más, un rostro afable señalado por el tiempo y por unos años juveniles que a más de uno le habrían llevado a la desesperación pero que a ella la convirtieron en una luchadora irredenta. Viéndola mientras trataba de enderezar, con dificultad el paso, agarrada a unas barras que le servían de guía, tan frágil, era difícil imaginarse cómo habría logrado sobrevivir a tanta maldad.
Pilar había estado casada con un destacado cuadro del Partido Socialista, sindicalista de Artes Gráficas, que permaneció en Madrid combatiendo contra el fascismo y aguantando la leyenda del “No pasarán” junto a otros miles de ciudadanos. Al terminar la guerra y con la derrota a cuestas, tuvo que ocultarse para no ser cazado por quienes, camisa azul y pistola al cinto, se habían hecho los amos de las calles. Y en las últimas filas de un cine de barrio, ambos hallaron el único lugar en el que alimentar su amor. Allí, aquel obrero temeroso conoció a su segundo hijo, que había nacido en su ausencia. Y en la oscuridad de aquella madriguera, aprendió a adivinarlo, a quererlo. Pocos meses después, fue apresado, conducido ante un tribunal militar, condenado a muerte y fusilado en las tapias del Cementerio del Este.

Y como no había límites para el escarnio, a la viuda la echaron del pequeño piso que ocupaba la familia. Para mantener a los pequeños, se ocupó como limpiadora –y este importante detalle lo repetía con insistencia- en una casa de citas. Todo con tal de no separarse de unos hijos a los que educó en el respeto a los demás y en el cariño a un padre ausente al que habían asesinado por sus sueños de un mundo mejor y más libre para todos. Nunca pronunció una palabra de rencor, de odio.
Un día, su hija llamó para anunciar que Pilar no volvería ya al Centro de Día. El corazón le había jugado una mala pasada mientras dormía la noche anterior.

jueves, 10 de junio de 2010

Oradour-sur-Glane

Cada 10 de junio, la pequeña localidad francesa de Oradour-sur-Glane, a menos de 20 kilómetros de Limoges, rememora uno de los episodios más sanguinarios de la Segunda Guerra Mundial: el asesinato a sangre fría de la casi totalidad de su población a manos de un regimiento de las Waffen-SS nazis. Tropas alemanas cercaron el pueblo ese día de 1944 y masacraron a 642 vecinos -191 hombres, 247 mujeres y 206 niños (seis de ellos menores de seis meses)-, destruyendo un total de 329 construcciones. El lugar se convirtió, en apenas unas horas, en una representación del infierno, en un inmenso cementerio. Únicamente seis vecinos consiguieron huir de la muerte. Fueron quienes contaron al mundo lo ocurrido, quienes relataron que las mujeres y los niños habían sido separados de los hombres y recluidos en la iglesia, que fue incendiada con ellos dentro. Una orgía de sangre y fuego en la que tomaron parte dos centenares de soldados.


Para que las generaciones siguientes no olvidaran el horror, se decidió que las ruinas a las que había sido reducida la villa se conservaran como si de una foto fija se tratara, como si el tiempo se hubiera detenido para siempre un 10 de junio de 1944. Como escribiera Luis Cernuda, "recuérdalo tú y recuérdalo a otros". Cada año, miles de personas recorren a pie ese conjunto fantasmal convertido en símbolo de la barbarie nazi y rinden tributo a las víctimas. En las cercanías se levantó el nuevo Oradour-sur-Glane. El 10 de junio de 1947, Vincent Auriol, entonces presidente de la República Francesa, colocó la primera piedra de la que hoy es una tranquila y típica población de la región de Limousin.

lunes, 7 de junio de 2010

Américo Vespucio



Quizás no haya existido en la historia de la humanidad nadie que alcanzara tanta gloria, hasta el punto de que viera bautizado un hemisferio con su nombre. Y quizás nadie haya hecho tan poco para lograr tamaña fama. Tal fue el caso del disoluto Américo Vespucio, un personaje discutido que, a lo largo de los siglos, pasó, a ojos del mundo y en la consideración de los estudiosos, de héroe a villano, de descubridor del Nuevo Mundo a impostor, de avezado navegante a experimentado proxeneta. Si sobre él recayó la notoriedad, no fue por un mérito especial ni por una culpa en particular, sino más bien como consecuencia de una fatalidad, de un error, del azar, de un malentendido. Circunstancias todas ellas que, sin embargo, ayudaron a rebajar e, incluso, a poner en duda durante algún tiempo la hazaña de otro ilustre italiano y auténtico adelantado de América, Cristóbal Colón.
Todo lo que rodeó aquella controversia, aquella trascendental anécdota, centra un delicioso opúsculo de Stefan Zweig -Américo Vespucio. La historia de un error histórico- que se lee como si de una novela se tratara aunque conserva la estructura de un ensayo de divulgación, tan del gusto del escritor vienés. El libro mantiene a lo largo de sus apenas noventa páginas un pulso narrativo que impide que, una vez abierto, seamos capaces de abandonarlo hasta que no se resuelve el enigma del involuntario engaño. Zweig refiere cada uno de los aspectos que fueron alimentando aquella equivocación y cada una de las intervenciones de terceros que contribuyeron a engrandecer a aquel comerciante establecido en Sevilla cuyos nombre y honor se vieron sometidos a los más diversos vaivenes en la estima pública. Dimes y diretes que, según qué siglo, lo engrandecieron o lo redujeron a la consideración de estafador.

Lástima que este entretenido librito, originalmente publicado a comienzos de la década de los años 30 del siglo pasado, contenga, a pesar de su corta extensión, tantas erratas de acentuación y de puntuación, tantos descuidos ortográficos, en la edición que de él ha hecho el joven sello Capitán Swing Libros. [Al parecer, por un descuido, una pequeñísima tirada iba trufada de errores y salió a la venta cuando no debió hacerlo. Los lectores, mayoritariamente, como yo con posterioridad, han disfrutado de una cuidada edición]

domingo, 6 de junio de 2010

Saliers (Camargue)

En la desembocadura del Ródano se localiza uno de los parques naturales más bellos de Francia: La Camarga. Sus grandes y llanas extensiones, salpicadas de marismas, salinas, estanques o arrozales, en las que se crían afamadas razas autóctonas de caballos y toros, son visitadas anualmente por miles de turistas y aficionados a las corridas. Ese bello paraje, tan admirado hoy en día, fue testigo, en los años centrales de la IIª Guerra Mundial, de un odioso episodio: el internamiento de centenares de gitanos en el Campo de Saliers, por decisión del régimen colaboracionista de Vichy, que con tanto ahínco contribuyó a la persecución de los “enemigos” del nazismo.

De aquel campo de reclusión, en el que los internos vivieron en condiciones de hacinamiento e insalubridad, y en el que muchos perdieron la vida, no queda ningún rastro. El único recuerdo de aquella ignominia, del sufrimiento de aquellas familias gitanas, es un pequeño monumento, a pie de carretera, en el trayecto entre las pequeñas localidades de L´Albaron y Saint-Gilles, a muy pocos kilómetros de las turísticas Arles o Nîmes. Nada más. En él se representa una figura humana que, guitarra en mano, parece salir a través de dos grandes trozos de muro, alcanzando la libertad. En la base de la escultura, una placa en la que se lee:

“Campo de gitanos de Saliers

Junio 1942-Agosto 1944

Aquí bajo la autoridad del régimen de Vichy fueron internados 700 nómadas”

sábado, 5 de junio de 2010

Giorgio Morandi

Es la sencillez de la belleza en su máxima expresión. Vasos, botellas, jarras, latas… colocados sobre una mesa y pintados una y otra vez a lo largo de los años, a distintas horas del día, aprovechando la luz que en cada momento y de un modo diferente entra a través de una pequeña ventana, como si no existiera otra realidad, como si no fuera necesario salir al exterior y quebrar, de ese modo, el religioso espacio del estudio. Naturalezas muertas en las que una serie de objetos cotidianos, a los que habitualmente no prestamos más atención que la que requiere su uso práctico, adquieren todo el protagonismo y se convierten, en los sencillos bodegones de Giorgio Morandi (Bolonia, 1890-1964), en piezas mágicas.

Ahí está el creador italiano retirándose las gafas para fijar su vista de miope en esas formas que, una vez dispuestas convenientemente sobre la madera, llevará a continuación al lienzo, al papel o a la plancha metálica, creando unas composiciones en las que, además de quietud y silencio, el espectador descubre el sublime reflejo del espíritu humano.

No en vano, el también pintor Cristino de Vera, siempre generoso en sus calificativos con los grandes maestros, se refiere a él como a uno de los pintores del alma, como a alguien tocado por la secreta luz del espíritu. Un “mensajero del milagro” que llevó siempre consigo el “silencioso y musitado aliento de la luz”. Palabra de uno de los máximos exponentes de la pintura mística, de quien ha vivido comprometido con la espiritualidad de la creación.

Unas pocas obras de este artesano del alma se exponen ahora en Madrid. Son tan sólo tres acuarelas y doce aguafuertes, fechados entre 1927 y 1962, que cuelgan de las paredes de la Fundación Juan March. Suficientes, sin embargo, para que las retinas miren de cerca la luz de la poesía, para experimentar, por unos instantes, el éxtasis de la contemplación

miércoles, 2 de junio de 2010

Louis Hasend


Hace algunos años, durante una breve visita a París, compré a uno de esos bouquinistes cuyos puestos de libros se alinean a lo largo de los quais del Sena, un volumen que calificaría, sin ningún tipo de duda, de joya literaria. Apenas unos pocos euros por un ejemplar, ciertamente desvencijado, carente de portada, algo mareado quizás por la persistente humedad del río, que escondía una colección de deliciosos cuentos. Su título: En otros tiempos. Su autor, un auténtico desconocido, del que no he conseguido encontrar ninguna referencia, a pesar de mis pesquisas, de la existencia de Google y de preguntar a no pocos escritores, estudiosos y libreros de la Cuesta de Moyano por él. Su nombre: Louis Hasend.

El avezado bouquiniste, más preocupado por tratar de vender a unos turistas norteamericanos antiguos grabados de la capital francesa, mucho más valiosos y caros que mi destartalado volumen, me despachó con unas pocas pistas sobre el misterioso literato. Creía que era de procedencia danesa o islandesa, estaba convencido de que había muerto a comienzos de los años cincuenta y aseguraba que tras ese nombre se ocultaba un antifascista que combatió en la Resistencia contra los nazis.

Como digo, no he conseguido averiguar nada del extraño Louis Hasend. Quizá, con el tiempo, vaya publicando en este blog las traducciones que he ido haciendo de las breves narraciones que, por casualidad, hallé una tarde de primavera en el quai Voltaire.

martes, 1 de junio de 2010

Max Ariel

Me viene a la memoria su imagen de hombre derrotado, postrado como estaba en la cama de un hospital de las afueras de la ciudad, de un sanatorio casi olvidado en un mapa que nadie consultaría porque hasta allí sólo eran trasladados quienes habían sido desahuciados por el Sistema Nacional de Salud, los incurables para los que las multinacionales del medicamento no habían patentado aún remedio alguno, con ese rostro perfilado, adivinatorio, de quien está siendo devorado desde dentro por su propio cuerpo, sin apenas fuerzas para repetir, otra vez más, su historia, la historia de quien en un tiempo ya distante se sintió triunfador, arrastrado por la euforia colectiva, por la emoción de la victoria de sus semejantes de clase pero que, en apenas unos pocos años, muy pocos, comenzó un peregrinar que lo llevó, primero, a atravesar a pie la frontera junto a interminables riadas de compatriotas que trataban de huir de la barbarie, de un frío helador y de una muerte segura e incomprensible por absurda, luego a combatir en un ejército y en una guerra que le eran ajenos y, al final del cansancio bélico, a regresar con la esperanza de que se hubiesen olvidado de él o de que su rostro no fuera reconocido por cualquiera en la pequeña ciudad de provincias en la que decidió refugiarse a sabiendas de que la delación era un acto que los nuevos gobernantes, usurpadores de un poder que se había hecho añicos por las bombas y por las rencillas internas, celebraban con felicitaciones y prebendas para el chivato y mano dura, cuando no balas, para el acusado de traición.

La suerte, tan esquiva hasta entonces, le sonrió durante años, los que pasó en aquel pueblo alejado del trajín de la capital, de la que prefirió mantenerse alejado para evitar, así, los evidentes riesgos de tentar a un destino que, en ningún caso, se pondría de su parte, aunque para ello debió hacer de la renuncia una virtud y prescindir de todo aquello que lo hacía feliz, como acudir a una de aquellas salas en las que, en una oscuridad interrumpida demasiadas veces por un acomodador que se jactaba de lucir uniforme y gorra por su condición de excombatiente mutilado en un acto de servicio a la Patria, a Dios y al Caudillo, podía poner sus recuerdos en un orden que la memoria, tantas veces aliada, ahora se resistía a aceptar de buen grado, y él, un poco antes de que aparecieran sobre la pantalla las palabras The End, salía presuroso, casi como si huyera, por temor a ser reconocido por cualquiera de aquellos espectadores, igual de miserables que él, pero esperanzados con la posibilidad de hacer un servicio al nuevo orden y ser recompensados generosamente.

La última vez que lo visité en aquella habitación desprovista de afectos, Max Ariel ya se anunciaba como un cadáver, apenas un hilo de voz salía de una garganta tan castigada por el tabaco como por la enfermedad y, sin embargo, alcanzó a pedirme que me llevara la maleta que durante semanas había permanecido bajo la cama, motivo de queja diaria por parte de unas mujeres que renegaban de aquel objeto ya inservible que les importunaba al realizar sus cotidianas tareas de limpieza –“¿por qué no la tira a la basura, si usted ya no la va a necesitar? ¿O acaso quiere llevársela consigo cuando visite a San Pedro?”- en el que él había guardado lo más preciado de aquel pasado al que acudía una y otra vez, sin descanso, como si trayéndolo al presente recuperara las fuerzas juveniles ya demasiado lejanas.

No he querido abrir aquel objeto de cuero raído y color indefinido que a él lo acompañó durante años y que yo decidí guardar en el fondo de un armario tan pronto llegué a casa, de vuelta del hospital, para impedir que su contenido acabara por hacerme creer que Max Ariel y yo teníamos un lazo afectivo más allá del que se adquiere cuando uno es, simplemente, el encargado de alimentar a los que se agarran inútilmente a la vida, a pesar de que el diagnóstico médico no deja lugar a dudas ni especulaciones.