martes, 31 de agosto de 2010

Estampas de refresco (15)

(Soria, 2005)

Nada indica que sea sábado, salvo porque el fotógrafo conoce la fecha en que tomó la instantánea, aunque quizás sí se adivine, a simple vista, que este mercado de la capital soriana está a punto de finalizar la actividad comercial hasta la mañana del lunes. Los toldos han sido plegados, algunos de los cierres metálicos bajados y otros están a medio echar, como si quienes estuvieran detrás de los mostradores confiaran, antes de recoger y  hacer las cuentas, en un último comprador que aún está por llegar. Quedan en la calle los rezagados: esas dos jóvenes que ante un puesto de fruta parecen indecisas, ese jubilado de manos a la espalda que a lo mejor se limita a pasear, esperando la hora de regresar a casa y sentarse a mesa puesta, porque su mujer ya hace algunas horas que vino a este mismo sitio, esa persona que, en primer plano, ha dejado en el suelo una bolsa con una compra anterior, mientras paga la que acaba de realizar o esa mujer, de pantalón amarillo y abrigo blanco, en cuyo carro, casi vacío, todavía cabrían algunos kilos de verduras y carnes.

Apenas hay tráfico, como en los días feriados, lo que permite escuchar, más que adivinar, la conversación que mantienen en la esquina esas tres mujeres mayores, que hace apenas unos minutos que se han encontrado, como en tantas otras ocasiones. La charla discurre pausada, las palabras recurren a lugares ya transitados infinidad de veces a lo largo de años de conocimiento y amistad. Pero no importa que lo pronunciado resulte inocuo, porque alguien ha sentido que la intimidad que comparten ha sido violada. En el gesto de la mujer que mira al objetivo se adivina malestar y, seguramente, de un momento a otro, se dirija con aspavientos al que se ha atrevido a perturbar, desde una distancia corta, una pequeña parcela privada de sus vidas.

Quizás también ha llegado el instante en que el intruso prosiga su camino y fije su mirada en otro punto de interés o se decida por entrar en un bar y degustar, con el acompañamiento de una copa de vino, los celebrados torreznos de Soria.



lunes, 30 de agosto de 2010

Aquellos años

En la vivienda familiar, en la que me encuentro en estos días de paso, hay un pequeño armario empotrado que se ha convertido en una especie de relicario de nuestra infancia. Durante años, mientras fuimos niños, guardamos en él aquellos objetos que tenían para nosotros algún valor -sentimental, obviamente, porque su utilidad desapareció hace mucho tiempo-, por el mero hecho de haber significado algo en nuestras vidas. No sabría explicar por qué nos desprendimos de otros muchos -juguetes, prendas, cuadernos de clase...- y conservamos los que aún permanecen escondidos en ese rincón al que, en busca de recuerdos, como si quisiera recuperar por unos instantes aquellos momentos de inocencia, acudo cuando visito la casa. 

Amontonados, en desorden, continúan ahí muchos libros de texto, hoy inútiles e inservibles para cualquier estudiante, forrados en plástico autoadhesivo de una estética imposible pero que fue salvaguardándolos, curso tras curso, del uso que íbamos dándole cada uno de los hermanos. Resulta divertido abrirlos por cualquier página y reencontrar lecciones ya olvidadas de Ciencias Sociales, Historia o Física y Química. También hay una gran bolsa que contiene soldados, indios y vaqueros de plástico que sirvieron para formar ejércitos, incendiar fuertes, asediar caravanas de colonos o revivir algún episodio de la Guerra de Secesión, así como coches que  debieron pertenecer a un scalextric cuyas pistas acabaron en el vertedero.

Entre tantas cosas, mis preferencias se decantan siempre por los álbumes de cromos de fútbol de Primera División que iniciábamos semanas antes de que comenzara la temporada y continuábamos, hasta completarlos, a lo largo de todo el curso. El colegio era el lugar del intercambio, del juego, de las apuestas. En la mochila llevábamos, atados con una goma elástica, un "fleje de estampas", como decíamos en Canarias, ese montón de cromos repetidos que nos servirían para conseguir gracias a los compañeros los que faltaban en el álbum. La colección se interrumpió cuando el último de los hermanos varones abandonó la casa. Ya no eran edades para fichas de futbolistas. Y ahora, ahí están, esperando que uno de nosotros abra el armario y los coja y hojee, entre divertido y nostálgico.

viernes, 27 de agosto de 2010

Estampas de refresco (14)

(Hora, Naxos, 2009)
El dueño de la pequeña joyería se ha levantado al ver pasar a su interior a una pareja de extranjeros. Dentro de unos pocos minutos estará otra vez de regreso, seguramente sin haber vendido nada a los turistas, a pesar de su amabilidad y de los intentos, en los que se mezclan gestos y palabras pronunciadas en griego, inglés e italiano, por explicarles que las pulseras, gargantillas y pendientes que expone son originales en sus diseños y que no encontrarán ninguna pieza igual en toda la isla. Volverá a ocupar la ahora solitaria silla de anea cuya madera recuerda en su azul al Mediterráneo que se vislumbra unos metros más adelante, después del pasadizo en que se localiza su comercio. Él prefiere estar sentado fuera, para controlar a quienes entran y también para intercambiar saludos y breves frases de cortesía con los vecinos que atraviesan el estrecho paso camino de sus negocios o del mercado que hay en la avenida, cerca del puerto pesquero.

En el suelo, junto a una de las patas del asiento, un vaso conserva lo poco que queda del frappé (φραπές) degustado por el comerciante, ese café con hielo cubierto de espuma que los griegos han convertido en bebida nacional y que consumen a todas horas, en cualquier lugar, sin importarles la estación del año, orgullosos de un producto que consideran propio, como el koboloi, esa especie de rosario de bolitas de colores y materiales diversos que mueven y hacen sonar en sus manos constantemente, como  si expulsaran los malos espíritus de sus vidas, versión reducida del objeto que los musulmanes emplean para llevar las cuentas de sus rezos dirigidos a Alá. Y sobre la caja, en la que esta mañana le han traído del almacén algunas mercancías, descansa un mechero y un paquete de cigarrillos que tomará inmediatamente después de sentarse a esperar a los próximos clientes.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Inevitable fútbol


En los días previos al inicio de cada temporada de fútbol renuevo mis deseos -¿debería quizás hablar de encendidas ansias?- de victoria final para mi equipo y de rotundo fracaso para sus principales rivales en cualquiera de las competiciones en que participa. Pero también -y aquí está el mayor de los placeres- revivo y paladeo cada uno de los muchos recuerdos que se agolpan en mi memoria y que, casi inevitablemente, se remontan a los tiempos en que, con la deliciosa e incontrolada emoción del niño que era, iba convirtiéndome en el apasionado aficionado a este deporte que ahora soy. 

Ahí están las sensaciones de mi primer partido como espectador, en el antiguo Estadio Insular  -aún en pie a la espera de una intervención arquitectónica que nunca llega, claro ejemplo de la desidia de las autoridades insulares y municipales-, al que me llevó mi tío Paco, un aviador malagueño, ya fallecido, que residía en unas dependencias militares cercanas al campo. Un 2-2 entre el Elche y la UD Las Palmas durante el cual, según rememora la web del club grancanario, "Martín II fue el encargado de equilibrar las dos ventajas parciales que logró el conjunto ilicitano en la temporada 1970-71 para el empate a dos goles final", un detalle que no recordaba, aunque en mi ánimo sobrevivan el entusiasmo, la alteración y el nerviosismo de aquel fin de semana, alejado de mis padres y mis hermanos, y persista la decepción por no haber podido ver repetidos, como en las retransmisiones de la tele, cada uno de los goles.  

De las muchísimas otras ocasiones en que siendo niño volví al Insular, no olvidaré un rotundo 7 a 0 con el que la Unión Deportiva despachó al Hércules de Alicante en una eliminatoria de Copa del Rey que se resolvió en la prórroga, después de que Las Palmas igualara el 2 a 0 de la ida en los noventa minutos reglamentarios. No pierdo de vista tampoco la lástima -mezclada con la lógica alegría- que experimentaba cada vez que el portero paraguayo Humberto tenía que recoger el balón de su meta. Fue la mayor goleada a la que he asistido en vivo, si corro un tupido velo sobre las que, como jugador infantil federado, recibía mi equipo un domingo sí y otro también. Pero esa es una historia de escarnio que no sé si me atreveré a contar en alguna ocasión.

Estampas de refresco (13)


(San Martín, Isla de Re, 2009)

Mientras el padre ha ido a por el coche al aparcamiento -en esta pequeña ciudad atlántica la mayoría de las calles son peatonales o demasiado estrechas para que uno pueda estacionar en la vía pública sin interrumpir el tráfico y recibir una multa- las dos niñas han salido a la puerta de la calle a esperarlo, armadas ya con las tablas de surf que utilizarán minutos después en alguna de las playas de la isla. Seguramente, no las empleen para coger olas ni mucho menos para ponerse en pie sobre ellas, retando a la gravedad y poniendo en peligro su integridad, y sí a modo de colchones neumáticos, que les servirán de embarcaciones cuyos remos serán sus propios brazos, imaginando que son heroínas de otros tiempos que mandan un bajel pirata invencible y presto para la batalla. 

La más pequeña, incapaz de contener la emoción que le produce la aventura que se avecina, recibe los últimos consejos maternos, esas recomendaciones que únicamente persiguen proteger a los hijos de cualquier peligro, los mismos que la hermana mayor, a su lado, más paciente, ha escuchado una y otra vez cuando ella era la única que acompañaba a su padre a darse un baño en el mar, pronunciados en un tono tranquilo y pausado, pero expresados con la suficiente contundencia como para no ser desobedecidos bajo ninguna excusa. 

martes, 24 de agosto de 2010

Estampas de refresco (12)

(Caen, 2006)

Su figura negra ha irrumpido en la ventana instantes después de que los tres jóvenes turistas dejaran sus bicicletas encadenadas a los postes. Es muy probable que interrumpieran su rezo en una capilla cercana y, alertado por el ruido y por las emocionadas voces de quienes iban a iniciar una visita a la ciudad normanda, se asomara, aún ataviado con el hábito de la orden religiosa a la que pertenece, para constatar que no existe ningún peligro y que puede continuar con sus oraciones sin temor a nada, salvo a la divinidad en la que cree. En su mirada se adivina cierto desconsuelo, provocado por la estricta prohibición de montar en esos artilugios de dos ruedas a los que no ha subido nunca y de los que, con toda seguridad, se caería, cuando su poca pericia de principiante le impidiera evitar que los faldones de su vestidura quedaran enganchados con la cadena, los pedales o los radios de esos atractivos vehículos. 

En unos momentos volverá sobre sus pasos, adentrándose en la penumbra y quietud de esa iglesia, hoy en ruinas, destruida por los bombardeos aliados de los primeros días de junio de 1944 que redujeron a escombros la localidad de Caen. Su imagen será entonces una pasajera visión que el viajero olvidará al atravesar la cercana plaza sobre la que aún permanecen, como testimonio de un pasado cruel, los restos del edificio religioso. 

domingo, 22 de agosto de 2010

Almería imaginaria (7)

Ya de vuelta en Madrid, tras dos semanas en una pequeña y coqueta casa en Níjar, Almería es hoy más imaginaria de lo que lo ha sido a lo largo de estos quince días. Diría que se ha convertido ya en un territorio de ficción al que podré volver siempre que quiera, porque está poblado de recuerdos, de imágenes, recorrido por esas postales veraniegas que he ido componiendo sin necesidad de cámara fotográfica y que nada tienen que ver con las que se venden en las tiendas de recuerdos para turistas. Fotos que empecé a repasar en el mismo momento en que cargaba el maletero del coche, como si antes de emprender el viaje ya hubiera empezado a echar de menos lugares y momentos vividos, y a las que retorné una y otra vez a medida que nos acercábamos a casa, como si hiciera recuento, como si combatiera un olvido imposible. 

Me quedo con la menos turística de todas. En ese pueblo de la Sierra Alhamilla he conocido a una familia formada únicamente por una madre, su hija y el hijo de ésta, al que los médicos diagnosticaron esquizofrenia cuando apenas era un niño de cortísima edad. Al parecer, según me contaron en las ocasiones en que coincidimos, el padre del muchacho desapareció mucho antes de que él naciera, en el  mismo instante en que supo del embarazo. En estos años, ellas dos han estado junto a él, entregadas por completo a su cuidado, dándole todo el cariño del que son capaces e intentando llevar de la mejor manera una vida hipotecada por la enfermedad del muchacho. Se las veía conversar sentadas en un banco, como dos amigas, mientras el hijo, a su lado, vigilado en todo momento, permanecía en silencio o lanzaba pequeños grititos, como si jugara consigo mismo a representar una obra de teatro cuyo argumento y personajes sólo conocía él. Por las tardes, cuando la luz del sol declinaba, se adivinaban sus figuras paseando por la avenida Federico García Lorca, alejadas de cualquier otra compañía, o apoyadas en un murete, esperando a que la noche fuera completa para regresar a un hogar que yo imaginaba triste, por tantas ausencias, por tantas obligaciones, por tantas necesidades. Pero al que ellas, enemigas de la compasión, se refirieron como "normal, como el de cualquier vecino".

Estampas de refresco (11)


(Rennes, 2006)
Un alto en el camino. Un breve descanso para reponer fuerzas. O quizás, la necesidad irrefrenable de retornar a la lectura interrumpida la noche anterior y a la que no ha podido regresar hasta esta parada voluntaria, porque ya no quiere aguantar más las ganas de saber cómo discurre una trama que la tiene enganchada, seguramente tan cargada de emociones que, de forma inconsciente, en un gesto de protección, ha doblado los pies hacia dentro. Y como testigos silenciosos de su ensimismamiento, esos escalones de piedra, probablemente pertenecientes a una iglesia o a un palacio hoy reconvertido en museo, que le sirven de asiento y también de apoyo para esa inmensa mochila que ha decidido no quitarse mientras lee -como si sus hombros no necesitaran reposo- y en la que, por sus dimensiones, se adivina que lleva a cuestas todo lo necesario para pasar una larga temporada fuera de casa. Aunque a lo mejor, no lo suficientemente grande, pues se acompaña de otro equipaje adicional, también repleto. Y por si no fuera ya cargada, una pequeña bolsa de papel que, a buen seguro, contiene los souvenirs que ha adquirido unos momentos antes y en la que guardará el libro que ahora tiene entre sus manos cuando decida retomar la marcha. 

jueves, 19 de agosto de 2010

Estampas de refresco (10)

(Tifariti, Sáhara Occidental, 2006)
Al decir de la RAE, el horizonte es el "límite visual de la superficie terrestre, donde parecen juntarse el cielo y la tierra". Para nosotros, niños, era aquella raya lejana, inquieta, que dividía el mar del cielo, para la que no sabíamos calcular la distancia real, porque siempre estaba moviéndose, aunque parecía detenida, y a la que aspirábamos a llegar alguna vez. Intentábamos acercarnos a ella nadando cada vez que nos metíamos en el agua, pero se alejaba, sin darnos ninguna posibilidad, convirtiéndose en algo imposible, en un sueño irrealizable para nuestras mentes infantiles.

Pero esa línea, tan engañosa como otras muchas que traza nuestra mente, es también imaginaria. Porque no siempre lo que se une en esa frontera visual coincide con lo que creemos ver, como si se tratara de un espejismo. En el atardecer de Tifariti, en territorio liberado del Sáhara Occidental, lo que asemeja el mar, oscurecido por la ausencia de una luz que se diluye lentamente, no es más que una extensión de arena que, cuando vuelva a salir al sol unas horas después, se convertirá en tierra inhóspita, castigada por el excesivo calor, a la que aspirar a regresar un pueblo inmerso en lo que los sesudos analistas califican de "conflicto olvidado".

Almería imaginaria (6)

La mochila de cada viaje -y éste a Almería está próximo a su fin, al menos en su vertiente presencial- se va llenando con las situaciones y los momentos que, a posteriori, conformarán la memoria del mismo. Conversaciones con desconocidos, lecturas sosegadas, paseos sin requerimientos de ningún tipo, visitas a monumentos históricos -muy recomendables los que recuerdan la presencia musulmana-, museos o mercados, recorridos por pueblos que hasta ayer eran meros nombres en un mapa de carreteras, chapuzones en playas sin apenas bañistas -sí, aún es posible, aunque sea agosto-, senderismo por la Alpujarra pobre o la mera contemplación de unos paisajes que -más allá de algunas aberraciones urbanísticas de las que tampoco se ha librado esta provincia- parecen ser una continuación, interrumpida por el mar eso sí, de los que se extienden frente a sus costas, ya en continente africano, que explicarían la condición insular de este territorio peninsular. 

Pero un viaje es también el contacto con la gastronomía, con las costumbres culinarias, con la exaltación de los sentidos que produce la comida. Aromas y sabores que uno incorpora a su catálogo, que compara   con los ya conocidos y a los que se abandona por puro disfrute. Como ocurre en otros lugares de Andalucía, he encontrado una cocina sencilla pero muy sabrosa y cuidada, en algunos casos de mera supervivencia -algo lógico en una tierra olvidada durante mucho tiempo por las corrientes turísticas y muy exigente con el agricultor o el pescador-, cuyo secreto se oculta en unas materias primas de primera calidad. Frutos del mar que las rutinarias pescaderías madrileñas desconocen pero que resultan deliciosos, como el gallopedro, la gallineta o el pargo, por no hablar de otros cuyo nombre olvidé en el mismo momento en que me fueron ofrecidos, a los que basta un poco de aceite de oliva para realzar sus propiedades. (Un paréntesis merecen esas gambas de Garrucha que ilustran esta nota o las jibias en salsa). 

Pero si el pescado, siempre fresco, recién salido de las redes, incorporado a las cazuelas o a variados arroces, es irresistible, las propuestas serranas y de la huerta no le desmerecen: salmorejo, ajoblanco, olla de trigo, gurullos con conejo o caracoles, etc. Por si acaso -y por aquello de que el recuerdo no se diluya cuando lleguen las prisas de la gran ciudad- ya me he aprovisionado de pimientos y tomates secos a los que deberé aprender a dar uso antes de que queden olvidados en la despensa. 

miércoles, 18 de agosto de 2010

Estampas de refresco (9)

(Nîmes, 2006)
Los maniquíes acostumbran a ser figuras anodinas, hieráticas, inexpresivas, de rostros desdibujados o inexistentes, a los que muchas veces encontramos sin cabeza, como si únicamente importaran sus torsos, sobre los que se colocan las prendas que tratan de colocarnos. Los dependientes los manejan a su antojo, vistiéndolos y desvistiéndolos continuamente, responsabilizándolos de la facturación del comercio. En la mayoría de los casos, además, no nos resultan cómplices, porque sus delgados cuerpos, de talla pequeña, no coinciden con los nuestros, mucho más orondos, sobrealimentados. 

Por eso sorprenden estos dos aquí retratados, exageradamente expresivos, marcadamente femeninos, casi burlones, que se asemejan a esas dos amigas divertidas que, entre risas, nos cuentan que acaban de adquirir dos vestiditos de vivos colores a un precio muy asequible. ¿Quién puede resistirse a sonrisas tan generosas?

lunes, 16 de agosto de 2010

Estampas de refresco (8)

(Asuán, 2003)
Lo normal es meter bajo el agua o enterradas en la arena las botellas llenas, para que su contenido esté fresco en el momento en que lo vamos a beber. ¿Qué sentido tiene depositar los cascos vacíos en el agua? ¿Será un método de pesca que desconocemos por estos lares? ¿Habrá una sirena encargada de ir rellenando la caja una vez consumido el líquido? ¿Estará Neptuno al frente del negocio? Vaya uno a saber.

Almería imaginaria (5)

A las puertas del pequeño supermercado de Níjar al que acudo casi a diario a hacer algunas compras me encuentro con un ciudadano subsahariano que, instalado a la entrada del comercio, trata de ganarse la vida de la mejor manera, esto es, custodiando los carritos, ayudando a quienes salen del mismo muy cargados o, simplemente, desplegando una amplia y blanca sonrisa al tiempo que saluda. Según me comentó uno de los días, vive en Almería desde hace un par de años, cuando arribó en una patera a la playa de Carboneras. Manu Ndiaye, como así se llama, procede de Senegal y, antes de plantarse en Níjar, trabajó algunos meses en los invernaderos recogiendo fruta y también como mantero en las zonas turísticas. Aunque su situación es irregular, asegura sentirse tranquilo. Nadie le molesta y él no molesta  a nadie. 

Una mañana, mientras paseaba con mi perra, decidí entrar al supermercado a comprar algo para desayunar. Le pedí que vigilara al animal mientras yo permanecía dentro. A cambio, le di un euro. Cuando me disponía a pasar, me interpeló: 

-¿Tan poco valoras a tu perro, que sólo me das una moneda? ¿Y si viene alguien y me entrega dos euros, se lo puede llevar? 

Ante el temor a que ocurriera lo que Manu anticipaba, cogí a la perra y regresé a casa, sin reclamar mi dinero. Sin querer, y a un módico precio, había recibido una lección. 

Ahora, sigo entablando breves conversaciones con él, pero he decidido ir solo a por los alimentos. Por lo que pudiera pasar...

domingo, 15 de agosto de 2010

Estampas de refresco (7)

(México D.F., 2008)
Es difícil reconocer si la Autoridad, embutida en un uniforme policial, asiste impasible al desnudo integral de la ciudadanía, si el pudor femenino le impide intervenir y poner orden o si el nudismo está autorizado en plazas, calles y avenidas. Sí se adivina que esta mujer policía, de mirada desconfiada, está acostumbrada a torear con quienes, no satisfechos con ponerse en pelota picada, se untan crema solar   para no quemarse la piel, a la vista de conductores y transeúntes. ¿Se imaginan que las Plazas de España o de la Constitución y las Avenidas Juan Carlos, que salpican por doquier nuestra geografía,  se llenaran de hombres y mujeres desnudos, para escándalo de los biempensantes y los defensores a ultranza de la tradición? ¿Qué pensarían Rajoy, Montoro, Cospedal y Sáenz de Santamaría si se encontraran este percal frente a su sede de Génova? ¡Qué escándalo! ¡Cosas de Zapatero, seguro!

viernes, 13 de agosto de 2010

Estampas de refresco (6)

(La Rochelle, 2006)

Dicen los más viejos del lugar que el calor en el interior de las viviendas se combate en la más absoluta de las oscuridades -¿cuántos grados de oscuridad habrá?, me pregunto-. No entra ni un rayo de luz y, sin embargo, el ventilador, ahora parado pero quizás dentro de unos momentos moviendo las aspas, se perfila, iluminado, sobre el negro de la estancia. Las temperaturas son altas, pero no tanto como para obligarnos a cerrar las ventanas e impedir que penetre cualquier resquicio lumínico. 

jueves, 12 de agosto de 2010

Almería imaginaria (4)


El holandés Cees Nooteboom -sus libros, se entiende- se ha convertido en uno de mis compañeros de viaje preferidos. Seguramente porque detrás de su literatura se oculta la enseñanza de que recorrer el mundo es una manera de conocerse a uno mismo, como también que hay que aprender a viajar, porque de ese modo, con los cinco sentidos bien despiertos, podremos disfrutar de cada una de las sorpresas y experiencias que nos deparan los lugares a los que arribamos. El año pasado devoré con verdadero placer En las montañas de Holanda -una interesante relectura de La Reina de las Nieves, de H.C. Andersen- y Lluvia roja -un ejercicio de memoria sobre algunas de sus estancias en diversas partes del planeta-. Podía haber hecho lo mismo con Hotel Nómada o El desvío a Santiago. Siempre los viajes como argumento central, como excusa inmejorable para hablar de poesía, política, música o arte -como ocurre en El enigma de la luz. Un viaje en el arte, que he terminado hoy mismo-. 

Edward Hopper, Johannes Vermeer, Leonardo da Vinci, Giorgiode Chirico, Pieter Bruegel,  Piero della Francesca, Caspar David Friedrich -al que la Fundación Juan March dedicó hace unos meses una extraordinaria exposición- o Rembrandt son algunos de los grandes maestros que desfilan por las páginas de El enigma de la luz. Nooteboom visita museos, palacios, iglesias y salas en busca de sus obras pictóricas, y deja constancia del efecto que le produce su contemplación, de cómo influyen en su espíritu, al tiempo que da cuenta de las ciudades y pueblos en los que se encuentran los cuadros.  A fin de cuentas, las telas, como las poblaciones, son estados de ánimo.

Por suerte, las playas y calas de Almería que se encuentran en Cabo de Gata, como San José, El Arco o Carnaje, no están masificadas, al menos a media tarde, que es el instante del día en que acudimos a ellas. Y son un escenario ideal para el paseo, el baño y la lectura...de Cees Nooteboom. 

Estampas de refresco (5)

(Lourdes, 2005)
Hace un tiempo, en plena canícula madrileña, un taxista sugirió una fórmula para combatir el insoportable calor de la ciudad. Se trataba, explicó, de guardar el aire frío del invierno en grandes depósitos y cuando llegara el verano, "soltarlo paulatinamente" para que la población que había decidido quedarse en la capital lo sobrellevara de una mejor manera. De lo que no habló fue de dónde se localizarían esos grandes almacenes de aire, ni de cómo se recogería el frío invernal. Antes de que llegara ese momento, acabó la carrera. 

Puestos a buscar remedios y encomendarse a lo milagroso, quién sabe si rellenando de agua esas pequeñas botellitas con forma de Virgen, tan populares en Lourdes, y bebiéndola a pequeños sorbos, desaparece la sed y se mitiga el calor. 

Quizás lo mejor sea entrar en un local con aire acondicionado y despacharse una cerveza bien fresquita. ¿O no?

miércoles, 11 de agosto de 2010

Almería imaginaria (3)

Desde hace veinte años tenía una deuda con Alhama de Almería que, por fin, he podido saldar. Debía una visita a este pueblo que, entre sus atractivos turísticos, se brinda como puerta de esa veintena de pequeños municipios que conforman La Alpujarra almeriense, quizás no tan conocida como su vecina, la granadina, que ha sido merecedora de libros como los que le han dedicado Pedro A. de Alarcón a finales del XIX (La Alpujarra) o, más recientemente, el exbatería de Génesis, Chris Stewart (Entre limones), pero igual de enigmática, sorprendente y, sobre todo, bella en su dureza, en su sencillez, en las sensaciones que genera en el visitante, que cree estar viajando por un territorio desértico, a pesar de los paisajes serranos que la adornan. También se vanagloria Alhama de haber sido cuna de uno de los presidentes de la Primera República Española, el honrado Nicolás Salmerón. 

Pero olvida este pueblo, célebre como el resto de las alhamas españolas por sus baños y termas, que en él nació alguien menos ilustre que Salmerón, pero muy importante para la historia del periodismo español: Andrés Amat de Tortosa, ingeniero militar, hombre díscolo y amigo del juego y las apuestas, que entre 1785 y 1787 dio a luz en Tenerife el primer periódico impreso de las Islas Canarias: Semanario Misceláneo Enciclopédico Elementar. A este personaje, que acabó sus días en Guanajuato (México) como intendente, dediqué parte de mi tesis doctoral. A lo mejor sería mejor abordarlo como protagonista de una novela de aventuras -que las vivió y muchas y de muy diverso signo- que desde el punto de vista académico. Para los curiosos les  informo que tras muchas desavenencias con las autoridades virreinales, Amat de Tortosa se disparó un tiro, del que moriría días más tarde tras una penosa agonía y que, como impío, por suicida, fue enterrado extramuros en aquella bella ciudad mexicana, a la que también debo una visita. 

Estampas de refresco (4)


(Aloutim, 2007)
En España, las figuras de los futbolines reflejan la rivalidad entre los grandes clubes (Real Madrid-Barça o Real Madrid-Atlético de Madrid). Lástima que cada vez queden menos, con lo atrevida que es la táctica 2-5-3, a la que ni Cruyff se acogió como entrenador. ¿Se habrá inventado el formato digital de nuestro amado juego de infancia? Al final, como cantara Siniestro Total, nos va a quedar Portugal. Eso sí, allí hay que acostumbrarse a que los enfrentamientos son entre el Sporting de Lisboa y el Benfica. 

Entre chapuzón y chapuzón, ¿hace una partidita?

martes, 10 de agosto de 2010

Estampas de refresco (3)


(La Habana, 2008)
El ventilador de techo mueve lentamente sus aspas, como en esas novelas de Juan Carlos Onetti de atmósfera pegajosa, ambientadas en la ciudad mítica de Santa María. Mientras, las dos mecedoras se balancean acompasadamente, acompañando el sueño que no tarda en llegar. ¡Reparadora siesta estival!

Almería imaginaria (2)

Coincidiendo con la llegada a esta provincia a la que, poco a poco, nos vamos acostumbrando, mientras disfrutamos lentamente de sus innumerables encantos y de la amabilidad de su gente (¡Cómo he tardado tanto en decidirme a conocerla!), el programa televisivo Ola, ola -emitido por Cuatro- incluía un reportaje sobre El Mónsul. En él se afirmaba que era una de las playas más bellas del mundo. Desconozco a cuántos lugares ha viajado el guionista, pero tal manifestación me resultó excesiva. El planeta está repleto de playas maravillosas. Para quien viene de Canarias como yo, cómo he de calificar entonces Maspalomas, Jandía o Corralejos, por citar tan sólo tres de las muchas que tiene el Archipiélago. A veces tengo la impresión de que con demasiada frecuencia nos dejamos dominar, sin aparente necesidad, por la fiebre de lo superlativo.

Dicho esto, he de comentar que la playa es espectacular, que su fama es muy merecida y que, Indianas Jones al margen, recorrerla a media tarde, sin prisas, cuando el sol comienza a ponerse, deteniéndose en esa enorme roca que recuerda el origen volcánico del Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar, es una experiencia inolvidable, uno de esos momentos que quedan grabados para siempre.

lunes, 9 de agosto de 2010

Estampas de refresco (2)

(La Reunión, 2005)
Con estos calores uno acaba envidiando a esa lagartija, lagarto o salamandra -lo mismo da, que da lo mismo-, que en el mismo estado de desesperación que el resto -eso sí, de los mortales- se abalanza sobre esa cerveza bien fría a la que, a pesar de su condición de saurio o de reptil, no hace ascos. ¿Dónde hay otra? Cerveza, se entiende.

domingo, 8 de agosto de 2010

Almería imaginaria (1)

Todo viaje es una experiencia personal, única e intransferible. Da igual que viajemos en solitario o en compañía de nuestra pareja o familia, de los amigos o de simples desconocidos. A su fin, cada uno lo habrá vivido de un modo diferente y el recuerdo que de él guardará no coincidirá con el del resto de acompañantes. Por eso, hay tantos viajeros como viajes emprendidos y éstos, a su vez, pueden ser de muy diversa naturaleza: reales, veraces, imaginarios, literarios, oníricos, inverosímiles, referidos...

No hemos consultado ninguna guía turística de Almería antes de plantarnos en la localidad serrana de Níjar, en la que permaneceremos durante las próximas dos semanas. Seguramente, en esos libros aparezca una relación completa de los lugares de interés que todo turista que se precie ha de visitar si recala por estas tierras. Como esas referencias ya están ahí para quien quiera consultarlas, la intención es realizar, a lo largo de estos días, breves apuntes de los lugares visitados, expresar las sensaciones experimentadas, relatar las anécdotas o pensamientos surgidos en cada momento y lugar.

Almería nos ha recibido con las altas temperaturas que azotan el resto del país y con la noticia de una patera interceptada en sus costas con algunos inmigrantes a bordo. Por ahí, nada que se salga de lo corriente en estas fechas veraniegas. Un primer paseo por la avenida dedicada a Federico García Lorca, arteria principal del pueblo. Seguro que, en otro tiempo, la calle debió llevar el nombre del general Franco. En democracia cambiaron el recuerdo de las balas y las atrocidades por la poesía.

Apenas unas pocas horas transcurridas aquí y ya se empieza a experimentar el sentimiento de insularidad que ha descrito, acertadamente, algún que otro novelista almeriense.



Estampas de refresco (1)


(Chipre, 2004)
La época estival es propicia para las conversaciones meteorológicas. Que si hace calor, que si el año pasado las temperaturas no fueron tan altas, que si la humedad es peor, que a ver si llega de una vez el invierno. Vamos, tópicos de ascensor que se extienden a las charlas callejeras y a las terrazas, como si no hubiera otra cosa de que hablar. Con la que está cayendo (y no me refiero al lorenzo). A lo largo de agosto, cada día iré subiendo una imagen refrescante, sugerente, que nos recuerde que estamos de vacaciones y que hace un calor de mil demonios. A ver si con su contemplación nos refrigeramos un poco (aunque sea muy, muy poco).

miércoles, 4 de agosto de 2010

Luis Revilla Pagan

Me detuve unos minutos a descansar en la Plaza Vieja. Llevaba toda la mañana combatiendo un calor sofocante y saboreando la atractiva decadencia de la Habana Vieja. Casonas desbaratadas que reclaman una intervención inmediata, palacetes reconvertidos en museos desiertos de visitantes y de objetos, edificios en proceso de reconstrucción interminable, comercios con escasas mercancías que ofrecer a un público inexistente y calles aparentemente disfrazadas para que los turistas hagan el esfuerzo de remontarse a una época lejana en el tiempo, en la que esta ciudad era el centro del tráfico comercial español con América, ese Cádiz con más negritos, que cantaba Carlos Cano.

A mi lado, en el mismo banco, se sentó un anciano que antes pidió permiso para hacerlo y que se identificó inmediatamente: "Soy Luis Revilla Pagan, El Poeta Solitario". Me habló de unos orígenes familiares anclados en España -quizás en Canarias, no recuerdo-, de su antiguo trabajo de limpieza en una playa de la Isla a la que mayormente acudían extranjeros, de una hija con la que vivía y a la que debía mantener porque no se valía por sí misma y de una mujer cuya pérdida acrecentó una soledad a la que se había acostumbrado cuando durante horas y en silencio retiraba desperdicios de la arena.

Y también me habló de su vocación poética, de los miles de versos que había compuesto mentalmente frente al mar y que, al terminar la jornada laboral, llevaba al papel. No porque temiera olvidarlos, sino porque pensaba que a lo mejor, cuando fuera un jubilado a cargo del Estado y de la caridad ajena, podría sacarles un pequeño rendimiento económico. Se brindó a recitarme algunos poemas, que declamaba con la mirada perdida, como si al pronunciar cada palabra volviera a sentir la brisa marina, el olor a sal y algas.

Eran unos versos sencillos, nada pretenciosos, pero muy sentidos, que hablaban de ausencias, de amores perdidos. Me hice con dos de los poemas por el simbólico precio de dos pesos convertibles. Y reanudé mi camino, dejando atrás a aquel hombre solitario que, durante minutos, me hizo olvidar la miseria que había contemplado -y pisado- con anterioridad.

Muy cerca de la Plaza Vieja, tropecé con la Casa de la Poesía. Pasé de largo, sin entrar. Había estado con ella hacía unos instantes.

martes, 3 de agosto de 2010

Darina y Zena

Con muy pocos meses de distancia, las librerías españolas han recibido los testimonios narrativos de dos interesantes mujeres libanesas: la pintora Zena el Khalil, autora de Beirut, I love you, y la actriz Darina al-Joundi que, en colaboración con el escritor argelino Mohamed Kacimi, ha convertido un monólogo teatral propio, El día que Nina Simone dejó de cantar, en una novela homónima. Escritos en primera persona, ambos libros guardan ciertos elementos en común aunque sus diferencias sean evidentes: Zena echa mano del humor y de la fábula, mientras que Darina se muestra descarnada en la narración de su viaje personal al infierno.

Las dos novelistas son valientes, sinceras y a través de sus protagonistas femeninas nos acercan sin tapujos, en toda su crudeza, a una sociedad enloquecida por la violencia, sumergida en el dolor y en el horror, en unos años marcados por la guerra civil entre facciones religiosas y la prolongada ocupación israelí, en un tiempo en que la muerte se convierte en la compañera habitual de sus habitantes. Zena y Darina tratan de combatir los prejuicios, de vivir en libertad, de ser fieles a unos sueños y unos valores que acabarán chocando de frente con unas reglas sociales y unas costumbres religiosas que se tornan en sus principales enemigos. Ellas serán las grandes derrotadas de esa lucha desigual.

Pero antes tratarán de combatir contra los prejuicios, contra el orden establecido durante siglos, de lograr la victoria. Tanto una como otra se inician en el sexo mientras desafían, cada día, a cada instante, las balas, los bombardeos, la sinrazón bélica. Esquivan a la muerte al tiempo que la persiguen. Apuran cada instante como si fuera el último de sus vidas. Y a su alrededor, van cayendo los amigos, los familiares, los desconocidos. La guerra convierte Beirut, territorio principal de ambas narraciones, en una ciudad en la que los más jóvenes tratan de no perder ni un segundo de su vitalidad, de su jovialidad, de su energía, por lo que pudiera ocurrirles al segundo siguiente. Alcohol, drogas, promiscuidad, amor, diversión a raudales. Todo está permitido, mientras seas capaz de sobrevivir, mientras dure la guerra. Cuando retorne la paz, comenzará otra guerra más silenciosa, pero igual de dañina.

domingo, 1 de agosto de 2010

Un tal Logan


Un tal Logan toma un whisky, con mucho hielo, mientras espera sentado, en el garito al que acude a diario, la llegada de un confidente. Repasa mentalmente los últimos acontecimientos en los que se ha visto implicado, desde el atropello de un inocente, hasta el tiroteo en el que intervino minutos antes de entrar en este sórdido antro. Rechaza la compañía femenina que, solícita, se le ofrece. Quiere estar solo. Necesita estar solo....La acción se interrumpe en el momento en que expresa su disgusto por el ofrecimiento de una mujer a la que conoce desde hace tiempo y que sabe de sobra su poca predisposición al amor de pago en horas de servicio.

El resto de la historia -como sus antecedentes- queda a expensas de la imaginación de cada uno. Una hoja, separada del resto de una novela, seguramente policiaca, de escaso valor literario, de la que desconozco el título y el autor, aparece junto a mi coche. A su alrededor, ni resto del libro del que ha sido arrancada. Quizá, alguien la tiró, después de leída, en el contenedor de papel que está unos metros más allá y del que parece haber huido en busca de una segunda lectura.

Esa interrupción, que va acompañada de un secreto estímulo, me recuerda las muchas veces en que, por casualidad, he tropezado con fragmentos de conversaciones callejeras. Y cómo, después, trato de reconstruirlas, imaginar a sus protagonistas y continuarlas, en lo que no es más que un juego, una travesura.