domingo, 18 de septiembre de 2011

Las esquinas de Manuel Longares

Ya sabemos que el Olimpo de los superventas está reservado a unos cuantos privilegiados, a esos dioses paganos que han hallado la fórmula para ganarse el favor y el gusto del público. También sabemos que, en no pocas ocasiones, el éxito nada tiene que ver con la calidad, con un mínimo acercamiento a la Belleza, y sí con trucos, modas y otros artificios convenientemente empleados en beneficio propio. Nada que objetar. Que cada uno se gestione como mejor sepa eso que llaman popularidad y fama y que tantas servidumbres ocasiona. 

Tampoco sería novedad desvelar que Manuel Longares es un escritor que está al alcance de unos cuantos miles de lectores, pero no de millones, como algunos de sus colegas. De todos modos, da igual. Su literatura está ahí, su narrativa está al alcance de todos. Es cierto que el Premio Nacional de la Crítica, que recibió en 2001 por ese magnífico fresco de la España última, del país que se debatía entre el tardofranquismo y la democracia recién inaugurada, por esa crónica de la burguesía improductiva que es Romanticismo, no lo llevó a ese Paraíso. Quizás tampoco importe, ni le importe a él, más preocupado por su escritura que por la repercusión pública y vanidosa de la misma.

Manolo Longares es, y no es en absoluto exagerado afirmarlo, un Galdós contemporáneo. Ningún novelista sería capaz de desvelarnos, de pintarnos, como el escritor canario, ese Madrid que amamos en ocasiones pero que, quizás por ese molesto intervencionismo de los políticos, odiamos la mayoría de los días que pasamos sobre su asfalto.

Yo lo que quería era recomendar su reciente trabajo, Las cuatro esquinas, una colección de otros tantos relatos que nos trasladan al Madrid -que es lo mismo que decir que a la España- de las últimas décadas. Y me quedaría con ese primer relato que abre el libro, "El principal de Eguílaz", que nos habla de un tiempo de camisas azules, de paseos, de violencia silenciosa, de señoritos y cutrez que, a la que nos descuidemos, tendremos encima en breve tiempo, si no está ya campando a sus anchas desde hace tiempo. O a lo mejor es que nunca nos desprendimos de esa desagradable pátina que nos trajeron los vencedores.




miércoles, 14 de septiembre de 2011

Toro de la Vega

(@AFP)
Nuestra sociedad está enferma. Porque lo está toda colectividad que se comporta de un modo salvaje, que no solo tolera el maltrato animal, sino que hace de él un acto de exaltación pública, que declara de Interés Turístico Nacional unas fiestas en las que el acto central es el alanceamiento de un indefenso toro, que convierte en estrella mediática a un tal Óscar Bartolomé Hernández, quien se jacta de su "heroicidad" comparándose con Cristiano Ronaldo, que sigue sin Ley de Protección Animal, que...permite que el Toro de la Vega se siga celebrando en la localidad de Tordesillas. ¡Una vergüenza!

martes, 13 de septiembre de 2011

11-S, diez años después

La tragedia tiene rostro humano. No así el sufrimiento, que también adivinamos -con demasiada frecuencia- en la mirada animal. Se han cumplido diez años de los atentados del 11-S y mi recuerdo de aquellas inolvidables horas, de aquel día grabado a fuego en las conciencias de todos, permaneceá indeleblemente unido al espanto que se dibujó en las caras de una pareja de turistas neoyorquinos que comían en una mesa cercana a la nuestra en una taberna del barrio lisboeta de la Alfama en la que decidimos hacer un alto en el camino. Se me ha olvidado qué pedimos, qué plato teníamos delante cuando el segundo avión se estrelló contra una de las torres, pero no el horror con el que aquellas dos personas contemplaron las imágenes que retransmitía un pequeño televisor situado al fondo del salón. El restaurante quedó en silencio. Ningún cliente se atrevió ya a seguir comiendo, a manejar unos cubiertos que habrían roto, con su sonido metálico, el sentimiento de duelo que inundó el local. El mismo silencio atravesó la ciudad de Lisboa, conmocionada por el suceso. Hasta el tráfico pareció detenerse, en señal de respeto. De algunas esquinas y también de algunos comercios, el sonido lejano de los transistores relatando una noticia que habría de cambiarnos, de traumatizarnos.

Ahora, los rostros de aquellas víctimas del injustificable terror han regresado del pasado a la actualidad, a los informativos, a los especiales que han llenado la parrilla de los canales televisivos. Entre tanta avalancha mediática, ante tanto programa realizado en directo desde Estados Unidos, he echado de menos los rostros de otros miles de muertos, de los inocentes que en esta década han perdido sus vidas en las guerras de venganza lanzadas por Estados Unidos, en los conflictos iniciados por la gran potencia para aplicar la ley del Talión.

martes, 6 de septiembre de 2011

Los ascensores

Seguramente el asunto de los ascensores haya dado para sesudos tratados sociológicos, psicológicos e incluso psicoanalíticos,  para deliciosas páginas literarias o para entretenidísimas escenas cinematográficas, pero no dejará de sorprenderme el comportamiento de los humanos -especialmente de los adultos- cuando coincidimos con otros congéneres en el interior de un elevador. Estas cabinas suspendidas en el vacío no entienden de edades, clases sociales, profesiones o vínculos personales, pero ejercen un influjo tan extraordinario que, una vez dentro de ellas, experimentamos una profunda transformación. Como por arte de magia nos volvemos seres incapaces de articular palabra alguna, como si al entrar nos cortaran la lengua y nos obligaran a permanecer mudos. Da igual que en el rellano, segundos antes de penetrar en ese maravilloso universo de subidas y bajadas por el hueco de la escalera, hayamos compartido saludos, sonrisas o conversaciones con los otros, porque, una vez se cierra la puerta y comienza el breve viaje, olvidamos lo sucedido, perdemos toda educación y nos comportamos como extraños, como verdaderos desconocidos.

Empiezan, entonces, en ese estrecho e incómodo habitáculo, en esa cabina que se traslada verticalmente,  las miradas perdidas, los obsesivos vistazos al contador de pisos o a las teclas numéricas, cuando no al espejo si por suerte existe. Cuanto antes se llegue a destino, mejor. Y como se produzca algún imprevisto, algún extraño movimiento o un ruido desconocido que anuncia una inesperada parada, se desata el pánico generalizado. No tanto por temor al encierro como al espacio de tiempo que se ha de pasar dentro sin pronunciar una frase, no vaya a ser que se acabe el aire y se muera uno de asfixia en lugar tan poco atractivo y en tales compañías.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Oskar Gröning

Oskar Gröning reconoce que el Genocidio, que la masacre nazi, bajo métodos industriales, existió y que él, como verdugo, estuvo allí. Pero también asegura que haber servido como SS-Rottenführer en Auschwitz no le ha obligado nunca a responder ante la justicia.  Es más, se sorprende ante la posibilidad de dar cuenta personalmente por los crímenes del nazismo. De igual modo, no tiene reparos en decir, ya a salvo, ya un anciano honorable, décadas después, que en aquel escenario de la muerte, en aquel lugar concebido para el exterminio, se cometieron "algunos actos que no eran compatibles con los derechos humanos". ¿Cínico? ¿Canalla?  ¿O simplemente un criminal insensible, ajeno al dolor humano?

Es difícil no seguir sintiendo una profunda emoción cuando se emite, una vez más, un documental como Auschwitz. Los nazis y la solución final. Obviamente, por La 2 de TVE. Otras cadenas comerciales, mientras, están dedicadas a princesas del pueblo, a cuestiones de casquería, a razones más próximas al bajo instinto que a otro lugar. 

Pasa el tiempo, desaparecen los supervivientes, pero queda el recuerdo, la necesidad de no olvidar, de recuperar la memoria de la atrocidad. No han pasado tantos años. Y tampoco otros atroces ejemplos históricos.