jueves, 29 de marzo de 2012

A Flora García Ivars

Tuve la suerte de conocer a Flora García Ivars cuando entrevisté a su marido, el escritor Ricardo Lezcano, para el diario Canarias 7. Desde ese mismo día, hace ya unos años, he disfrutado de su amistad y su cariño. Una mujer valiente, generosa, divertida y, por encima de todo, optimista. Ni los malditos achaques de una salud quebrada desde la infancia, ni las intermitentes entradas y salidas del hospital pudieron doblegar su inteligente sentido del humor y su fina ironía. Hasta ayer, 28 de marzo, en que su cuerpo dijo basta. Casualmente, horas después de que se conmemorara el Día Mundial del Teatro, una afición a la que se entregó en cuerpo y alma, ya como aficionada, ya como actriz -creó junto a Ricardo el Teatro Insular de Cámara en Las Palmas de Gran Canaria de los años cincuenta y hasta hace muy poco seguía ensayando por el puro placer de pisar las tablas.

Flora, que supo estar siempre en un segundo plano, cediendo el protagonismo a Ricardo, dejó también un par de libros publicados y un breve relato biográfico, inédito, gracias al cual conocí las dificultades que pasó siendo niña: el paso a pie por la frontera pirenaica, a través de las montañas, camino del exilio francés, en pleno invierno del 39, las vivencias en un pequeño pueblo galo y el obligado regreso a una España nacional-católica que no perdonó a los que consideró traidores a la patria.

Y siempre me llamó la atención el profundo amor que profesaba a Ricardo, al que conoció cuando ella tenía tan solo diez años y él ya había vivido la experiencia de la guerra civil. La ternura con la que se dirigía a él. Los cuidados que le prestaba en todo momento. Siempre vigilante, siempre dispuesta.

Flora, gracias por tu amistad. Descansa en paz.

martes, 20 de marzo de 2012

Librería Antonio Machado

Hay noticias que parecen extraídas de la hemeroteca o de esa sección de Efemérides que tanto gusta a los periódicos con historia, si no fuera porque son recientes. He sabido a través del blog de Juan Cruz que una de las librerías en las que con mayor frecuencia adquiero mis lecturas, la Antonio Machado del Círculo de Bellas Artes de Madrid, fue atacada este lunes por un ¿energúmeno?, ¿gamberro?, ¿pirómano?, ¿enemigo de la libertad?, que aprovechó que el local estaba cerrado para cometer una fechoría que, por suerte, no pasó a mayores.

¿Cómo denominar a quien considera que en los centenares de volúmenes dispuestos en los estantes hay enemigos potenciales a los que debe aniquilar, a los que debe lanzar un fuego purificador que acabe con ellos y, de paso, evite que prenda el conocimiento, la sabiduría o el placer que llevan consigo? El nazismo y también el franquismo se vanagloriaron de las quemas públicas de libros, actos con los que buscaban asesinar simbólicamente a sus autores, advertir a la población de lo pernicioso y peligroso de adquirirlos, poseerlos o leerlos, y, por encima de todo, imponer un régimen de terror en el que estuvieran ausentes las libertades de pensamiento, de expresión, de discrepancia o de debate, porque lo que debía imperar era el pensamiento único.

También la Transición vivió episodios como el ocurrido el día de San José, que creíamos desterrados para siempre de nuestra vida cotidiana. Quizás sea un hecho meramente anecdótico o, quizás, lo que resultaría preocupante, una muestra de los tiempos que corren.

lunes, 12 de marzo de 2012

Benjamín Escoriza

Hay noticias que te sacuden como lo haría un puñetazo en pleno rostro. Y así lo ha hecho la de la muerte de Benjamín Escoriza, ese maestro de la rica música mestiza de la Península Ibérica, ese hombre de sonrisa perenne y voz rotísima, que no perdía nunca el ritmo, porque había nacido con él, aunque por momentos nos pareciera inaudible,  que he recibido de quien ha escrito su necrológica para El País. No voy a proclamar aquí que éramos amigos, porque es incierto. Tampoco que habíamos hablado recientemente, porque sería mentir. Y es absurdo que me enorgullezca de que su teléfono móvil aparece en mi lista de contactos.

Pero sí que tuve la suerte de conocerlo gracias a mi oficio -¿profesión?- de periodista. Lo entrevisté para la  ya extinta Batonga! y me concedió una interpretación de La Tarara en un pequeño local, aunque yo era el único espectador. Luego tuve la ocasión de compartir momentos inolvidables en Fuerteventura, con motivo de una de las ediciones de Fuertemúsica!, festival que reunió por una noche a Radio Tarifa. Y alguna que otra vez me lo encontré en las cercanías de la SGAE, seguramente porque había ido a registrar los temas de sus trabajos en solitario.

De él me quedan recuerdos, la sorpresa que le produjo la sobria belleza de la isla a la que exiliaron a Unamuno, o la invitación que me hizo para que disfrutara de una paella a cambio de queso majorero, de la que nunca hice uso. Cuando hoy he recibido la fatal noticia, un pensamiento me ha venido inmediatamente: "¡Maldita sea, siempre se mueren los mejores!" Y he pensado en aquella persona generosa que se mostraba tal cual era, porque le daba igual quién estuviera enfrente. ¿Qué le habrá cantado a la muerte cuando lo vino a visitar este pasado sábado?, me pregunto.