Tuve la suerte de conocer a Flora García Ivars cuando entrevisté a su marido, el escritor Ricardo Lezcano, para el diario Canarias 7. Desde ese mismo día, hace ya unos años, he disfrutado de su amistad y su cariño. Una mujer valiente, generosa, divertida y, por encima de todo, optimista. Ni los malditos achaques de una salud quebrada desde la infancia, ni las intermitentes entradas y salidas del hospital pudieron doblegar su inteligente sentido del humor y su fina ironía. Hasta ayer, 28 de marzo, en que su cuerpo dijo basta. Casualmente, horas después de que se conmemorara el Día Mundial del Teatro, una afición a la que se entregó en cuerpo y alma, ya como aficionada, ya como actriz -creó junto a Ricardo el Teatro Insular de Cámara en Las Palmas de Gran Canaria de los años cincuenta y hasta hace muy poco seguía ensayando por el puro placer de pisar las tablas.
Flora, que supo estar siempre en un segundo plano, cediendo el protagonismo a Ricardo, dejó también un par de libros publicados y un breve relato biográfico, inédito, gracias al cual conocí las dificultades que pasó siendo niña: el paso a pie por la frontera pirenaica, a través de las montañas, camino del exilio francés, en pleno invierno del 39, las vivencias en un pequeño pueblo galo y el obligado regreso a una España nacional-católica que no perdonó a los que consideró traidores a la patria.
Y siempre me llamó la atención el profundo amor que profesaba a Ricardo, al que conoció cuando ella tenía tan solo diez años y él ya había vivido la experiencia de la guerra civil. La ternura con la que se dirigía a él. Los cuidados que le prestaba en todo momento. Siempre vigilante, siempre dispuesta.
Flora, gracias por tu amistad. Descansa en paz.