miércoles, 29 de septiembre de 2010

Recordar

(@liberales.be)
A su paso por España, donde acaba de publicar un nuevo libro, Viaje de ida y vuelta, el novelista húngaro  György Konrád ha dicho que "el deber de un superviviente es recordar. Y si es escritor, más. Hablar por los que ya no pueden hablar". Recordar, como hicieron Primo Levi, Elie Wiesel, Imre Kertész, Jean Améry (nacido Hans Mayer), Viktor Klemperer, Boris Pahor, Shlomo Venezia, Jorge Semprún y tantos y tantos otros que se agarraron a la escritura como lo habían hecho a la vida para no sucumbir a la barbarie. Recordar para sobrevivir, aunque alguno no pudiera convivir con el recuerdo constante del horror y se le hiciera insoportable llevar consigo la culpa de haberse salvado. Recordar para que quienes fueron exterminados no quedaran definitivamente en el olvido y continuaran viviendo en la memoria colectiva y no sólo familiar. Recordar para que lo ocurrido no volviera a suceder, aunque la realidad ha sido más terca y nuevos episodios de genocidio han vuelto a producirse.

Y recordar y hablar, como recomienda György Konrád, es lo que hizo la comisaria europea Viviane Reding hace muy poco, escandalizada por las deportaciones de gitanos ordenadas por el Gobierno de Nicolas Sarkozy, al que recordó que en Francia, durante el Gobierno colaboracionista de Vichy, en plena Segunda Guerra Mundial, se confinó a los gitanos en campos, como el de Saliers, y se les desterró sabiendo el destino que les esperaba.

Recordar y hablar....

lunes, 27 de septiembre de 2010

Burguillos del Cerro

Hace unos días recibí la llamada de un vecino de Burguillos del Cerro, provincia de Badajoz. Según me contó aquel desconocido, identificado como Manuel Lima Díaz, en el listado que figura en Consejo de guerra. Los fusilamientos en el Madrid de la posguerra (1939-1945), que escribí y publiqué con Mirta Núñez Díaz-Balart en 1997, aparecen dos vecinos de su pueblo, ejecutados en septiembre de 1939 en las tapias del Cementerio madrileño del Este, hoy de La Almudena. Quería saber si conocía más detalles de aquellas muertes o si tenía conocimiento del expediente judicial que contemplaba su caso. Y me habla de una compañía, integrada por burguillanos, que, hecha prisionera, fue pasada por las armas en la Sierra de Madrid. 

Desde hace siete años, Manuel Lima trata de documentar la brutal represión desatada tras la toma de su localidad por las tropas golpistas. Al parecer, en aquel entonces Burguillos era una población de unos 6.000 vecinos, de los que 500 fueron asesinados por el nuevo orden (¡uno de cada doce!). Y Manuel Lima me dice también que hace muy poco tiempo han conseguido abrir una fosa, en el  cercano Salvatierra de los Barros, en la que hallaron los cadáveres de cuatro fusilados. 

A pesar de los años transcurridos desde la muerte del dictador, el estudio de la represión franquista transcurre muy lentamente, gracias exclusivamente al empeño de las familias de las víctimas y el esfuerzo voluntarioso de investigadores que, como Manuel Lima, continúan topándose con numerosas dificultades para desarrollar su trabajo, como si todavía hubiese demasiada gente empeñada en que no se conozca lo sucedido en aquellos oscuros años. Lamentablemente, queda todavía demasiado tiempo para que veamos concluido el mapa de la violencia ejercida contra los ciudadanos por el régimen salido de la victoria militar de 1939.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Kim Thúy

(@Benoit Levae)

Kim Thúy es una escritora tardía. A una edad, 39 años, a la que la mayoría de autores han entregado ya al público más de un título e incluso han consolidado su carrera, ella decidió adentrarse en el universo de la literatura y probar con la ficción narrativa. Tres décadas después de que abandonara Vietnam junto a su familia, en una arriesgada travesía que definitivamente la llevó a Canadá, país de acogida del que dice sentirse parte integrante -"me pertenece como persona, no soy una exiliada,  ni una inmigrante, soy una hija de Canadá"-, ha realizado una prospección en su memoria, un viaje a los recuerdos personales que, de un modo voluntariamente desordenado, ha depositado en su opera prima, Ru

Un debut literario que no ha nacido de la necesidad de curar viejas heridas, que no ha perseguido efectos paliativos. Kim Thúy ha dejado fluir momentos, en algunos casos insignificantes, que creía olvidados, ha desempolvado historias, tan imperfectas como la naturaleza humana, que esperaban una pequeña oportunidad para aflorar a la luz y convertirse en algo vivo. Y han sido las palabras, cada una con su peso, su color, su textura e incluso su olor, las que han devuelto a la vida esas imágenes que ahora nos regala, que ya nos pertenecen como lectores.  

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Azul serenidad

Si la muerte pudiera pintarse de algún color, quizás habría que emplear el azul serenidad. O eso es lo que nos sugiere el novelista Luis Mateo Díez, sacudido en un corto periodo de tiempo por dos muertes inesperadas en la familia. Él ya nos tenía acostumbrado a escucharle hablar de desapariciones, cuando nos llevaba de la mano y nos abandonaba en el mágico territorio literario de Celama, tan poblado de muertes, tan abundante en ausencias ficticias. Pero en esta ocasión no se trataba de ficción, sino de la dolorosa realidad que tan a menudo nos sacude, provocando un auténtico estrépito en nosotros. Porque ahora, el escritor leonés ha sentido la necesidad de rememorar a sus muertos familiares, a los que pertenecen a nuestra vida, a la cercanía más afectiva de lo que somos.

Desde la desolación de esas muertes avasalladoras, cuando el paso del tiempo ha dejado un momento de sosiego o quizás mejor habría que decir de sereno desasosiego, Luis Mateo Díez construye una emoción de ausencia que remite a un dolor apacible, a un sufrimiento tolerable. 

La muerte pertenece a nuestra condición de seres humanos, es irremediable, nos recuerda el novelista, por si alguno de nosotros en su soberbia se cree capaz de triunfar sobre ella cuando haga su definitiva aparición y  reclame lo que le pertenece, esto es, la vida, que tan poco se puede entender. Dos caras de una misma  moneda para las que no hallamos entendimiento. "La muerte no se entiende porque la vida es lo único que tenemos, no existe otra propiedad en la naturaleza de lo que somos", leemos. Aunque para las que hay que hacer un gran esfuerzo de comprensión. Al menos para esas muertes que, por sorpresa,  rompen nuestra costumbre de vivir. 

No se trata de olvidar, sino de devolver a la memoria, aunque el sufrimiento haya sido, en algunos momentos, insoportable. Porque se puede recordar en la dimensión más beneficiosa, como ha hecho él al recurrir al efecto curativo de la literatura y regalarnos un último y bellísimo libro: Azul serenidad o la muerte de los seres queridos. Al referirnos sus muertos cercanos, que acaban siendo los nuestros, nos vienen de vuelta los que de verdad nos pertenecen, generando ese rumor de ausencia que hemos aprendido a escuchar y con el que convivimos serenamente.

domingo, 19 de septiembre de 2010

¡A la mierda!


En los meses siguientes a mi llegada a Madrid -justo un día antes del histórico triunfo del PSOE en octubre de 1982- asistí a numerosos conciertos que siempre concluían del mismo modo: todos los artistas participantes subían al escenario para interpretar junto a José Antonio Labordeta el Canto a la Libertad, unánime himno de reivindicación y lucha. Era el momento catártico esperado por todos los asistentes. La victoria socialista había generado un ambiente de euforia política y de esperanza. Había muchas causas que defender y otras tantas veladas musicales que organizar en torno a ellas. Y allí estaban, incansables, siempre dispuestos, Labordeta, Quintín Cabrera -que nos dejó hace unos meses-, Víctor Manuel, Luis Pastor y otros que, como ellos, reclamaban un mayor protagonismo del pueblo en la todavía frágil democracia. 

José Antonio Labordeta era todo un símbolo. Representaba el compromiso con los valores  democráticos aprendidos y defendidos en el antifranquismo. Las banderas de la libertad aún no habían sido desgarradas, rotas por el desengaño, como se lamentaría después en una bellísima canción. De él aprendimos -quizás porque en la  vida pública siguió ejerciendo la tarea pedagógica del profesor de Historia que fue- que hay que defender con firmeza, contra viento y marea, los principios en los que creemos. La renuncia a las convicciones es una derrota de la que es difícil sobreponerse.

Por eso, cuando desde el estrado del Congreso de los Diputados pronunció la ya célebre exclamación "¡A la mierda!", muchos nos sentimos identificados con él. Terco, sí. Cascarrabias, seguro. Entrañable, por encima de todo. 

Se nos mueren los mejores, pero nos queda su legado. Gracias, José Antonio, por ese puñado de canciones, poemas, textos y, sobre todo, por las enseñanzas morales de las que podemos seguir disfrutando. 

sábado, 18 de septiembre de 2010

Periodismo valiente

(@Gulf News Archive)
En estos días, el diario Público da cabida en sus páginas a un informe por entregas del periodista británico Robert Fisk titulado La masacre invisible. En él, el veterano corresponsal denuncia, desde el rigor investigador, una tragedia que apenas se refleja en la información cotidiana de los medios de comunicación: los asesinatos salvajes y vergonzantes de miles de mujeres a manos de sus familias por  cuestiones de honor. Una tragedia a la que el propio Fisk se refiere como "un crimen contra la humanidad". Según Naciones Unidas, la cifra mundial de víctimas anuales asciende a 5.000. Otras fuentes multiplican por cuatro esa cantidad. 

Este reportaje, sustentado sobre una investigación de casi un año de The Independent, me reconcilia con un tipo de periodismo cada vez más escaso, casi ocasional y anecdótico en la actividad diaria de prensa, radio y televisión. Como me devolvió la ilusión hace unas semanas la extraordinaria serie sobre los agujeros negros del planeta -Bangladesh, Haití, Gaza y República Centroafricana- publicada en el mes de agosto por El País. 

Sin embargo, desde hace ya bastante tiempo, lo que se lee, escucha y ve responde a un ejercicio profesional muy pagado de sí mismo, agarrado a la autocomplacencia y el autobombo, más cómodo con las comparecencias que haciendo preguntas, más preocupado por ser altavoz de las ocurrencias de los políticos que por realizar análisis profundos, más interesado por las aventuras de cama de famosas y famosos que por los problemas y dificultades de la ciudadanía, abonado al insulto en lugar de al respeto y la ética. Nada que ver con el periodismo crítico, inquisitivo, denunciante, incómodo con el que soñaba cuando era joven y que forjó mi vocación. ¿Sería una quimera reclamar su vuelta?

jueves, 16 de septiembre de 2010

Laboratorios de creación

(Cristino de Vera, Madrid, 2009)

El estudio de un artista plástico es un espacio sagrado. Un templo en el que se rinde culto a la belleza. El laboratorio en el que tiene lugar una de las más maravillosas experiencias alquímicas: la transmutación del espíritu del creador en obra de arte. Allí es donde la nada adquiere forma. Quizás estas circunstancias expliquen por sí solas la curiosidad y el interés que los talleres de pintores, escultores y artesanos han despertado siempre. Quien penetra en ellos quisiera descubrir dónde se esconde la magia, dónde habitan las musas que inspiran el arte. 

La fotografía nos ha brindado la oportunidad de conocer el lugar en el que Rodin modelaba el mármol, las paredes entre las que Picasso convivía con su propio genio, la habitación en la que el atormentado Giacometti concebía algunas de las esculturas más extraordinarias de todos los tiempos, el universo en el que Rothko se enfrentaba al vacío o la ventana por la que Morandi y los objetos que formaban parte de sus bodegones recibían la luz del exterior.

En los últimos años, el fotógrafo canario Nacho González Oramas ha ido profanando, con su cámara, los recintos mágicos de un total de sesenta artistas de las Islas. Todos ellos abrieron sus puertas y permitieron que este inquieto profesional se adentrara en sus territorios creativos, en su intimidad, y los inmortalizara  en compañía de sus útiles de trabajo: caballetes, telas, paletas, pinceles, botes de pintura, fuego... Cada uno de ellos frente al objetivo y junto a la soledad con la que, a diario, conviven y que les es tan necesaria para concebir y dar a luz cada pieza.

Gracias a Nacho González sabemos algo más de los secretos que tan celosamente han guardado Cristino de Vera, Martín Chirino, Felo Monzón, César Manrique, Pedro González, Juan Bordes, Miguel Panadero o José Antonio García Álvarez. La serie de instantáneas, que ha reunido bajo el título genérico de Espacios de creación, se expondrá durante un mes -del 23 de septiembre al 23 de octubre- en la sede de la Fundación Canaria Mapfre Guanarteme (La Laguna, Tenerife). Arte al desnudo, sin artificios.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Jan Hendrix


Al igual que aquellos naturalistas -como Joachin Jungius, John Ray o Carlos Linneo- que recorrieron el mundo para observar, estudiar, clasificar y dibujar todas las variedades de plantas que encontraban en sus expediciones, para que el resto de los mortales tuviera conocimiento de ellas, el holandés Jan Hendrix (Maasbree, 1949) ha viajado por diferentes lugares para completar su personal cartografía de la naturaleza, aunque no con fines científicos y sí artísticos. 

En el entorno que le rodea ha encontrado la fuente de inspiración. Contempla y toma nota de unas formas vegetales que recrea a posteriori en sus creaciones, ya sean intervenciones arquitectónicas, esmaltes, metales recortados, dibujos o grabados. Los motivos de sus obras nos son familiares: hojas, troncos o ramas que, en unos casos, refleja con la exactitud del botánico pero que, en general, convierte en composiciones abstractas creadas a partir de los detalles, de los fragmentos, de convertir una pequeña parte -que muchas veces nos cuesta identificar- en el todo.

Hendrix, que nos reconcilia con la naturaleza a través de la belleza, regresa a Madrid con una nueva serie -Work Done #1-, que se podrá ver en la galería La Caja Negra, en la que ya ha expuesto con anterioridad, desde el 16 de septiembre.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Pederastia S.L.

Leo a Juan Cruz que "lo inolvidable es lo que hiere" y que no lo cura el tiempo, ni lo sella el olvido. Entonces pienso en las imborrables heridas que perviven en las víctimas de los curas pederastas de Boston, Irlanda, Alemania y, según hemos sabido ahora, Bélgica; en las huellas que persisten en esos cuerpos, una vez inocentes, lastimados por la lascivia de los predicadores católicos que no dudaron en servirse de su privilegiada posición, en sacar partido de la confianza de las familias, en aprovecharse de la debilidad y fragilidad de miles de niños y niñas para abusar de ellos, para dar rienda suelta a sus más bajos instintos. 

Y se me ocurre que esos delitos son inolvidables, no sólo para quienes los padecieron, a quienes habría que haber dado toda la ayuda necesaria para que sus vidas no continuaran siendo el infierno en que las convirtieron aquellos desalmados, sino que también deben serlo para las sociedades en que se cometieron. Y que no pueden ser sellados ni por el tiempo, ni por su prescripción penal, ni por el propio olvido en el que la Iglesia Católica ha tratado de mantenerlos a lo largo de décadas, ni por las reparaciones económicas con que desde el Vaticano se ha querido resolver la vergüenza de la institución religiosa. 

Y trato de encontrar en las hemerotecas manifestaciones públicas de arrepentimiento, de ese propósito de enmienda que proclaman desde los púlpitos. Pero nada, tan sólo hallo silencio cómplice, ocultación, gestos que trasladan a las víctimas el sentimiento de culpa. Y me pregunto por qué las investigaciones se inician cuando los delitos ya han prescrito, cuando muchos de quienes sufrieron el daño ya han muerto -cuando no se han suicidado, como hemos conocido que sucedió en Bélgica-. Y también me interrogo por las instituciones públicas que debían haber velado y protegido la integridad de esos niños y esas niñas que tuvieron la desgracia de caer en las manos equivocadas, pero que prefirieron mirar para otro lado. 

No, hay cosas que, aunque hieran, no deben ser selladas por el olvido. Y hay delitos que, por mucho tiempo que transcurra -siempre inferior al que requiere el olvido-, deben ser juzgados y castigados.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Estampas de refresco (16)

(Madrid, 2005)

Las estatuas humanas, como la de este banderillero que trata de atraer la atención de quienes caminan por las cercanías de la Plaza Mayor de Madrid, desde una inmovilidad que sólo interrumpe con un disimulado gesto para agradecer las monedas que los paseantes depositan en el pequeño cuenco que tiene junto a ese pedestal de pega sobre el que está subido, me devuelven, como si fueran espejos, el mismo sentimiento de tristeza que experimentaba cuando, siendo niño, presenciaba los números circenses de los payasos. No recuerdo que aquellos personajes, que tanto alboroto provocaban entre mis compañeros y los pequeños desconocidos, que aparecían ataviados con grandes abrigos, llamativas camisetas y zapatones de colores, que tropezaban a cada instante para dar con sus huesos en la arena, hicieran escapar una sonrisa de mis labios, quizás porque el excesivo maquillaje, detrás del que se escondía una falsa expresión de felicidad, llevaba consigo los padecimientos de una profesión que mi mente infantil, más pendiente de la aparición de domadores y fieras, imaginaba llena de sinsabores y desengaños.

Han pasado algunos años desde que esta estatua humana -una expresión desafortunada, pues reduce a su protagonista a la condición de cosa-, banderillas en ristre, fuera inmortalizado en una postura que, seguramente, los más ortodoxos seguidores del toreo tilden de ridícula por imposible. Pero nuestro subalterno no tiene a un bravo animal que le haga temer por su vida, ni tiene que rendir cuentas a ningún matador ni a los exigentes tendidos. A lo mejor, ya ha decidido jubilarse y cada día, en lugar de regresar al tajo, a enfrentarse a las muchas burlas de los viandantes, que también las había junto a las escasas monedas, pasa las horas al sol, sentado en el banco de un parque público, ajeno a la polémica que el parlamento catalán generó prohibiendo las corridas de toros, porque en realidad a él nunca le gustó eso que algunos llaman fiesta nacional y el traje de luces lo adquirió en un mercadillo, a muy buen precio, como también pudo haberse hecho con el de centurión romano o el de califa cordobés.   

jueves, 9 de septiembre de 2010

Realidad catódica

Durante la lectura de Mi amor desgraciado, última novela de Lola López Mondéjar, me topo con la reflexión de una de sus dos protagonistas: "Constato que pertenezco a la última generación ilustrada. A partir de nosotros, de un nosotros impreciso que sitúo entre los míos, los jóvenes han dejado de amar el conocimiento, de sentir curiosidad por un pasado que no les interesa". Y continúa el personaje contando que ha conocido a un fotógrafo, cuyo trabajo es muy novedoso e interesante, que no ha oído hablar nunca de Robert Capa o Henri Cartier-Bresson, ni tampoco parece que le preocupe mucho su desconocimiento.

Muy a menudo tengo la misma impresión que ha experimentado esa mujer de ficción. Te encuentras con jóvenes, muchos de ellos universitarios, inmersos en su realidad catódica, en su paraíso audiovisual, del que han expulsado lo que consideran más tradicional por inservible, a los que no preocupa saber nada más allá de su presente más inmediato. Que rechazan las lecturas. Que crean, cuando lo hacen, al margen de referentes, como si no hubiera existido, hasta ahora, el tipo de manifestación artística que practican, como si a nadie anteriormente se le hubiese ocurrido la idea que plasman, como si todo fuera original a partir de su intervención, de su aparición en este mundo. Se comportan como paracaidistas llegados de un espacio sin ataduras con el pasado, del que se desvinculan a cada instante, para que no se les relacione con él. 

¿Originalidad? ¿Rebeldía generacional? Difícil saberlo.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Capitan Swing

De un tiempo a esta parte, el panorama editorial español se ha poblado de pequeños sellos que, sin las servidumbres de las grandes marcas, obligadas al acierto y al éxito constantes de sus lanzamientos para mantener inmensas estructuras empresariales, se permiten publicar algunas joyas que, de otro modo, sin su atrevida irrupción en el mercado, continuarían durmiendo el sueño de los justos. Y, sin embargo, ahora están en los estantes de las librerías para ser degustadas por los lectores. En esas recuperaciones, en esos, en ocasiones, auténticos descubrimientos hay, quizás, si utilizáramos un símil culinario, mucho de gourmet, de delicatessen, frente a la comida rápida de las firmas tradicionales. 

Una de esas nuevas aventuras editoriales, a la que en otro momento ya nos referimos aquí por la edición de un opúsculo de Stefan Zweig, Américo Vespucio, está devolviendo a la actualidad textos de clásicos como August Strindberg (Pequeño catecismo para la clase baja), Émile Zola (La bestia humana) o Thomas Mann (Consideraciones de un apolítico), a los que ha sumado la autobiografía de un antiesclavista (Vida de un esclavo americano, de Frederick Douglass) o ese maravilloso y mítico testimonio narrativo sobre la guerra civil y el exilio que es la serie de los campos de Max Aub (por el momento ha aparecido Campo cerrado).

Capitán Swing, esta editorial, nos deleita ahora con dos títulos en un volumen de la narrativa alemana: La Pícara Coraje, de H.J. Grielshausen, una novela picaresca, aderezada de grandes dosis de burla, sátira y humor, que transcurre en tiempos de la Guerra de los Treinta Años, y Encuentro en Telgte, de Günter Grass, que, como hiciera Bertolt Brecht en Madre Coraje y sus hijos, se inspira en las divertidas andanzas de aquella peculiar mujer de la que el Premio Nobel de Literatura dice que es inconstante y vitalista, "sin hijos pero con imaginación, frágil y pendenciera, en faldas loca por los hombres, en pantalones varonil, malgastadora de su belleza, digna de ser compadecida y amada". 

Me permito recomendarlas, conjuntamente, como salen ahora, o por separado, si fuera posible encontrarlas en alguna librería de lance.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Stephen Hawking


Asisto entre atónito y molesto a la tormenta -amplificada en los medios de comunicación de todo el mundo- que ha causado el anuncio de la próxima publicación de The Gran Design, último libro de Stephen Hawking, en el que, al parecer, el físico británico (Oxford, 1942) descarta que Dios creara el Universo, como se nos ha venido repitiendo por algunas religiones desde hace siglos. Desconozco cuántos de los tertulianos, comentaristas, editorialistas y otros istas mediáticos, así como científicos y líderes religiosos, que se han apresurado a saltar al ruedo como si les hubiesen puesto ante los ojos un pañuelo rojo, se han leído esta obra de apariencia divulgativa. Supongo que muy pocos, por las sandeces expresadas sin rubor alguno y por la poca consistencia de los argumentos utilizados para, en general, atacar -más que desmontar intelectualmente- las tesis de Hawking, convertido en nuevo anticristo y  moderno hereje. Otra vez, el eterno debate ciencia vs. fe.

La reacción más airada ha partido, como no podía ser de otro modo, de las distintas iglesias y de sus sectores afines, que no han esperado a tener entre sus manos el ejemplar para manifestar que todo responde a un evidente ejercicio publicitario coincidiendo con la visita apostólica de Benedicto XVI a Inglaterra y Escocia a partir del día 16 de septiembre, que la existencia de Dios está fuera de toda duda, que detrás de la formación del cosmos se encuentra la presencia divina, etc., etc. Toda una andanada que, más que nada, parece la reacción o la pataleta a una verdad cada vez más incontestable: el aumento del número de descreídos. Lo de los seis días y el séptimo de descanso convence cada vez menos. 

Y yo, iluso, pensaba que desde que Nietzsche pronunciara -o a lo mejor no y es una mera atribución sin fundamento- su célebre "Dios ha muerto", esta afirmación se daba por válida. La realidad, una vez más, me desmiente. 

jueves, 2 de septiembre de 2010

Shlomo Venezia

La literatura concentracionaria, tan extensa en testimonios biográficos, es escasa en relatos personales sobre uno de los aspectos más oscuros del Holocausto: la actuación de los Sonderkommandos, esto es, el modo de proceder de quienes, integrando comandos especiales en los campos de exterminio nazi, tenían la abominable tarea de ayudar a los deportados destinados a la muerte a desvestirse y hacerlos entrar en las cámaras de gas, de donde después recogían los cadáveres para trasladarlos a los crematorios o a las fosas. Si apenas hay confesiones al respecto se debe a que los alemanes asesinaban a los miembros de los Sonderkommandos cada cierto tiempo para borrar a los testigos más directos de la barbarie. La expresión empleada por los verdugos era "transferir", eufemismo de eliminación, de crimen y un ejemplo más de la nazificación del lenguaje en aquella época -estudiada por otra víctima de aquel sistema, Victor Klemperer, en su magnífico La lengua del Tercer Reich-. 

De ahí el valor de una confesión honesta, Sonderkommando, de Shlomo Venezia, judío griego de origen sefardí -su familia en Salónica hablaba ladino-, deportado a Auschwitz junto a los suyos en abril de 1944. El libro es una larga entrevista de Béatrice Prasquier a Venezia, en la que éste cuenta en primera persona su infancia y juventud en un barrio pobre, las dificultades para sobrevivir en la miseria, la ocupación nazi de Grecia y su confinamiento en Auschwitz-Birkenau, el gran complejo ideado por los alemanes  para exterminar a sus enemigos, especialmente a  los judíos. Sus palabras, sus recuerdos son sobrecogedores, cualquier pasaje conmueve por su crudeza. Una experiencia traumática, sobre la que tuvo el valor de hablar hace poco tiempo, pero que no pudo verbalizar hasta los años noventa, varias décadas después de la liberación. 

Cualquier página resulta dolorosa por lo que en ella se rememora: los miedos de quienes habían sido seleccionados, las miradas de horror de los condenados, los minutos de espera mientras el gas hacía su trabajo, el olor pegajoso que salía de las chimeneas y todo lo impregnaba... Pero yo me quedo con las frases con la que concluye su testimonio por el profundo dolor y el tormento que transmiten: "Todo me devuelve al campo. Haga lo que haga, vea lo que vea, mi espíritu regresa al mismo lugar. Es como si el 'trabajo' que tuve que hacer allí no hubiera salido nunca, realmente, de mi cabeza.... Nunca se sale realmente del Crematorio". 

Sobra cualquier otro comentario, salvo recomendar este valiente y sincero texto.