Como hombre de costumbres -algo rutinario también, lo confieso-, cada mañana voy a pasear con mi perra al mismo parque, una pequeña zona verde entre altos edificios de ladrillo visto, tan del gusto de los arquitectos madrileños, no se sabe si por influencias árabes o por herencia de los tiempos del desarrollismo. Los fines de semana, si llegamos temprano, antes de que lo hagan las brigadas de limpieza municipales, el paisaje que hallamos es siempre el mismo: las huellas de las juergas nocturnas juveniles descansan, desperdigadas, por el césped, sobre los bancos o en las papeleras.
Botellas de plástico medio vacías que aún contienen refresco o tinto de verano, cartones de vino barato exprimidos, bolsas de hielo con algunos cubitos que han resistido al calor nocturno, vasos de tubo de usar y tirar, cajetillas de tabaco sin un solo cigarrillo, paquetes de papelillos que debieron liar picadura o una mezcla de marihuana y rubio, cáscaras de pipas consumidas en grandes cantidades y, por supuesto, botellas -éstas bien apuradas- de ron, vodka o whisky, compañeros inseparables de naranjas, limones o colas, recuerdan el botellón celebrado por distintas pandillas diseminadas por el suelo alfombrado.
Aunque la primera reacción -breve, eso sí- es la de cabreo contra la falta de civismo y de solidaridad con los barrenderos, pronto me invade la nostalgia de una época ya pasada, cuando no se hablaba de botellón pero, jóvenes como éramos, acudíamos en grupo a la arena de la playa a beber en libertad, lejos de los inquisidores ojos paternos, cerveza bien fría. Cosas de la edad.
Sí,lo que dices es verdad. Pero no seamos ilusos: las generanciones cambian, y la juventud no es la misma. Los jóvenes de hoy parecen mutantes para nosotros, como nosotros debemos ser para ellos unos auténticos extraterrestres. Estas diferencias hay que verlas, aceptarlas y gestionarlas. Y, para ello, la nostalgia es una mala consejera.
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