(Madrid, 2005)
Las estatuas humanas, como la de este banderillero que trata de atraer la atención de quienes caminan por las cercanías de la Plaza Mayor de Madrid, desde una inmovilidad que sólo interrumpe con un disimulado gesto para agradecer las monedas que los paseantes depositan en el pequeño cuenco que tiene junto a ese pedestal de pega sobre el que está subido, me devuelven, como si fueran espejos, el mismo sentimiento de tristeza que experimentaba cuando, siendo niño, presenciaba los números circenses de los payasos. No recuerdo que aquellos personajes, que tanto alboroto provocaban entre mis compañeros y los pequeños desconocidos, que aparecían ataviados con grandes abrigos, llamativas camisetas y zapatones de colores, que tropezaban a cada instante para dar con sus huesos en la arena, hicieran escapar una sonrisa de mis labios, quizás porque el excesivo maquillaje, detrás del que se escondía una falsa expresión de felicidad, llevaba consigo los padecimientos de una profesión que mi mente infantil, más pendiente de la aparición de domadores y fieras, imaginaba llena de sinsabores y desengaños.
Han pasado algunos años desde que esta estatua humana -una expresión desafortunada, pues reduce a su protagonista a la condición de cosa-, banderillas en ristre, fuera inmortalizado en una postura que, seguramente, los más ortodoxos seguidores del toreo tilden de ridícula por imposible. Pero nuestro subalterno no tiene a un bravo animal que le haga temer por su vida, ni tiene que rendir cuentas a ningún matador ni a los exigentes tendidos. A lo mejor, ya ha decidido jubilarse y cada día, en lugar de regresar al tajo, a enfrentarse a las muchas burlas de los viandantes, que también las había junto a las escasas monedas, pasa las horas al sol, sentado en el banco de un parque público, ajeno a la polémica que el parlamento catalán generó prohibiendo las corridas de toros, porque en realidad a él nunca le gustó eso que algunos llaman fiesta nacional y el traje de luces lo adquirió en un mercadillo, a muy buen precio, como también pudo haberse hecho con el de centurión romano o el de califa cordobés.
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