"La tecnología te acerca a quienes están lejos y te aleja de los que están cerca", escucho, a mi lado, como si alguien estuviera leyendo en voz alta una de esas odiosas sentencias que, ilustradas con imágenes paradisiacas del Himalaya o de bellísimas orquídeas, llenan esos insoportables powerpoint que inundan a diario nuestros correos electrónicos y con los que, al parecer, nuestros remitentes pretenden ayudarnos a cambiar la existencia y hacernos mejores personas. Curiosamente, el individuo que ha pronunciado tal frase está rodeado de otros comensales en la mesa del hotel en el que desayuna. Y mientras habla, casi sin hacer caso a quienes comparten con él ese primer momento de la mañana, manipula un iPad, recorriendo sucesivas páginas de un periódico, al tiempo que consulta las llamadas perdidas de su iPhone. Un hombre hecho en la factoría de Mr. Jobs que, momentos después, comenzará a enviar y recibir mensajes a través de su MacBook Air, sin prestar atención a ningún otro estímulo externo. Lo sorprendente es que el resto de acompañantes hace más o menos lo mismo aunque su despliegue de artilugios no sea ni de lejos parecido.
La devoción casi religiosa hacia estos aparatos, utilísimos sin duda, necesarios por supuesto, pero invasivos hasta extremos intolerables, nos está haciendo perder el placer de la proximidad, el gusto por la conversación, el goce del contacto cara a cara, convirtiéndonos en extraños para los que están a nuestro lado. O a lo mejor es que hemos llegado a un punto en que hablar con un semejante al que tenemos enfrente nos resulta de una incomodidad insoportable. O peor, que no sabemos cómo dirigirnos a él si no media una maquinita. No me imagino a los tertulianos del Café Pombo o el Gijón entretenidos con las pantallas táctiles desatendiendo las opiniones de sus colegas. ¿Qué iban a pensar don Ramón Gómez de la Serna o Manuel Alexandre?
Hoy cumplo 50 años y todavía no tengo movil, es verdad que todos estos aparatos ayudan, pero también considero que somos nosotros los que los hacemos indispensables. Yo como no lo tengo no me ha creado la necesidad de tenerlo y no poder estar sin él. A pesar de eso cuando alguién tiene la necesidad de hablar conmigo lo consigue y yo puedo pasear por Las Canteras sin que me interrumpan para una boberia.
ResponderEliminarQuizá tras el vértigo inicial que nos invade por el torrente de información y posibilidades de comunicación remota al que estamos sometidos, seamos capaces de organizar nuestro tiempo con los más cercanos. En el caso concreto de un desayuno sería estupendo que pudiesemos recuperar ideas escuchadas en nuestra niñez como: “En la mesa no se lee”. Por algo nos lo dirían...
ResponderEliminarSaludos