sábado, 5 de junio de 2010

Giorgio Morandi

Es la sencillez de la belleza en su máxima expresión. Vasos, botellas, jarras, latas… colocados sobre una mesa y pintados una y otra vez a lo largo de los años, a distintas horas del día, aprovechando la luz que en cada momento y de un modo diferente entra a través de una pequeña ventana, como si no existiera otra realidad, como si no fuera necesario salir al exterior y quebrar, de ese modo, el religioso espacio del estudio. Naturalezas muertas en las que una serie de objetos cotidianos, a los que habitualmente no prestamos más atención que la que requiere su uso práctico, adquieren todo el protagonismo y se convierten, en los sencillos bodegones de Giorgio Morandi (Bolonia, 1890-1964), en piezas mágicas.

Ahí está el creador italiano retirándose las gafas para fijar su vista de miope en esas formas que, una vez dispuestas convenientemente sobre la madera, llevará a continuación al lienzo, al papel o a la plancha metálica, creando unas composiciones en las que, además de quietud y silencio, el espectador descubre el sublime reflejo del espíritu humano.

No en vano, el también pintor Cristino de Vera, siempre generoso en sus calificativos con los grandes maestros, se refiere a él como a uno de los pintores del alma, como a alguien tocado por la secreta luz del espíritu. Un “mensajero del milagro” que llevó siempre consigo el “silencioso y musitado aliento de la luz”. Palabra de uno de los máximos exponentes de la pintura mística, de quien ha vivido comprometido con la espiritualidad de la creación.

Unas pocas obras de este artesano del alma se exponen ahora en Madrid. Son tan sólo tres acuarelas y doce aguafuertes, fechados entre 1927 y 1962, que cuelgan de las paredes de la Fundación Juan March. Suficientes, sin embargo, para que las retinas miren de cerca la luz de la poesía, para experimentar, por unos instantes, el éxtasis de la contemplación

1 comentario:

  1. Gracias por el artículo. Aprovecharé para ir a la Fundación Juan March

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