Me viene a la memoria su imagen de hombre derrotado, postrado como estaba en la cama de un hospital de las afueras de la ciudad, de un sanatorio casi olvidado en un mapa que nadie consultaría porque hasta allí sólo eran trasladados quienes habían sido desahuciados por el Sistema Nacional de Salud, los incurables para los que las multinacionales del medicamento no habían patentado aún remedio alguno, con ese rostro perfilado, adivinatorio, de quien está siendo devorado desde dentro por su propio cuerpo, sin apenas fuerzas para repetir, otra vez más, su historia, la historia de quien en un tiempo ya distante se sintió triunfador, arrastrado por la euforia colectiva, por la emoción de la victoria de sus semejantes de clase pero que, en apenas unos pocos años, muy pocos, comenzó un peregrinar que lo llevó, primero, a atravesar a pie la frontera junto a interminables riadas de compatriotas que trataban de huir de la barbarie, de un frío helador y de una muerte segura e incomprensible por absurda, luego a combatir en un ejército y en una guerra que le eran ajenos y, al final del cansancio bélico, a regresar con la esperanza de que se hubiesen olvidado de él o de que su rostro no fuera reconocido por cualquiera en la pequeña ciudad de provincias en la que decidió refugiarse a sabiendas de que la delación era un acto que los nuevos gobernantes, usurpadores de un poder que se había hecho añicos por las bombas y por las rencillas internas, celebraban con felicitaciones y prebendas para el chivato y mano dura, cuando no balas, para el acusado de traición.
La suerte, tan esquiva hasta entonces, le sonrió durante años, los que pasó en aquel pueblo alejado del trajín de la capital, de la que prefirió mantenerse alejado para evitar, así, los evidentes riesgos de tentar a un destino que, en ningún caso, se pondría de su parte, aunque para ello debió hacer de la renuncia una virtud y prescindir de todo aquello que lo hacía feliz, como acudir a una de aquellas salas en las que, en una oscuridad interrumpida demasiadas veces por un acomodador que se jactaba de lucir uniforme y gorra por su condición de excombatiente mutilado en un acto de servicio a la Patria, a Dios y al Caudillo, podía poner sus recuerdos en un orden que la memoria, tantas veces aliada, ahora se resistía a aceptar de buen grado, y él, un poco antes de que aparecieran sobre la pantalla las palabras The End, salía presuroso, casi como si huyera, por temor a ser reconocido por cualquiera de aquellos espectadores, igual de miserables que él, pero esperanzados con la posibilidad de hacer un servicio al nuevo orden y ser recompensados generosamente.
La última vez que lo visité en aquella habitación desprovista de afectos, Max Ariel ya se anunciaba como un cadáver, apenas un hilo de voz salía de una garganta tan castigada por el tabaco como por la enfermedad y, sin embargo, alcanzó a pedirme que me llevara la maleta que durante semanas había permanecido bajo la cama, motivo de queja diaria por parte de unas mujeres que renegaban de aquel objeto ya inservible que les importunaba al realizar sus cotidianas tareas de limpieza –“¿por qué no la tira a la basura, si usted ya no la va a necesitar? ¿O acaso quiere llevársela consigo cuando visite a San Pedro?”- en el que él había guardado lo más preciado de aquel pasado al que acudía una y otra vez, sin descanso, como si trayéndolo al presente recuperara las fuerzas juveniles ya demasiado lejanas.
No he querido abrir aquel objeto de cuero raído y color indefinido que a él lo acompañó durante años y que yo decidí guardar en el fondo de un armario tan pronto llegué a casa, de vuelta del hospital, para impedir que su contenido acabara por hacerme creer que Max Ariel y yo teníamos un lazo afectivo más allá del que se adquiere cuando uno es, simplemente, el encargado de alimentar a los que se agarran inútilmente a la vida, a pesar de que el diagnóstico médico no deja lugar a dudas ni especulaciones.
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