Pilar Méndez acudía en días alternos y laborables al Centro de Día del Hospital Clínico de Madrid. Allí pasaba varias horas junto a algunos afectados por demencia senil o Alzheimer. Un infarto cerebral había dañado sus capacidades motoras y requería -¡a su edad!- un nuevo aprendizaje que le permitiera recuperar las habilidades perdidas. Era una mujer pequeña, consumida, que no perdía nunca la sonrisa, un gesto que marcaba, aún más, un rostro afable señalado por el tiempo y por unos años juveniles que a más de uno le habrían llevado a la desesperación pero que a ella la convirtieron en una luchadora irredenta. Viéndola mientras trataba de enderezar, con dificultad el paso, agarrada a unas barras que le servían de guía, tan frágil, era difícil imaginarse cómo habría logrado sobrevivir a tanta maldad.
Pilar había estado casada con un destacado cuadro del Partido Socialista, sindicalista de Artes Gráficas, que permaneció en Madrid combatiendo contra el fascismo y aguantando la leyenda del “No pasarán” junto a otros miles de ciudadanos. Al terminar la guerra y con la derrota a cuestas, tuvo que ocultarse para no ser cazado por quienes, camisa azul y pistola al cinto, se habían hecho los amos de las calles. Y en las últimas filas de un cine de barrio, ambos hallaron el único lugar en el que alimentar su amor. Allí, aquel obrero temeroso conoció a su segundo hijo, que había nacido en su ausencia. Y en la oscuridad de aquella madriguera, aprendió a adivinarlo, a quererlo. Pocos meses después, fue apresado, conducido ante un tribunal militar, condenado a muerte y fusilado en las tapias del Cementerio del Este.
Y como no había límites para el escarnio, a la viuda la echaron del pequeño piso que ocupaba la familia. Para mantener a los pequeños, se ocupó como limpiadora –y este importante detalle lo repetía con insistencia- en una casa de citas. Todo con tal de no separarse de unos hijos a los que educó en el respeto a los demás y en el cariño a un padre ausente al que habían asesinado por sus sueños de un mundo mejor y más libre para todos. Nunca pronunció una palabra de rencor, de odio.
Un día, su hija llamó para anunciar que Pilar no volvería ya al Centro de Día. El corazón le había jugado una mala pasada mientras dormía la noche anterior.
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