"Quien honra a sus muertos, se honra a sí mismo", reza en la entrada de algunos cementerios. Y, sin embargo, en España, todavía hay muchos que se empeñan en que esa leyenda no se cumpla, impidiendo a millares de familiares de asesinados por el régimen de Franco que, más de setenta años después de acabada la Guerra Civil, puedan recuperar los cuerpos de sus seres queridos y darles un último adiós. Argumentan, cínicamente, que abrir fosas e identificar a las víctimas sólo sirve para reabrir viejas heridas, como si las únicas cicatrices estuvieran del lado de los vencedores, que, por si fuera poco, durante cuarenta años pudieron honrar a sus muertos, mientras se reservaba a los vencidos el silencio, la humillación, la venganza, el sufrimiento, la represión.
Se cuentan por miles los españoles que deben ser rehabilitados. Se cuentan por miles las familias que siguen confiadas en que algún día les sean devueltos los restos de sus abuelos, padres, tíos y hermanos. Y mientras llega ese esperado momento, mientras la vergüenza se cierne sobre un país que desprecia la memoria individual de tantos y tantos ciudadanos, queda el consuelo de pronunciar los nombres de los desaparecidos, de los paseados, de los fusilados. No hay que renunciar a ese derecho. Gritemos sus nombres uno a uno junto a las tapias de los cementerios en donde un pelotón acabó con sus vidas, en las cunetas, en los campos, en las simas, donde cobardemente fueron asesinados. Allí donde se sepa que alguien permanece enterrado, arrebatado a los suyos, digamos bien alto su nombre y sus apellidos. Honrémoslos, porque entonces nos estaremos honrando a nosotros mismos y haciendo justicia. Y sigamos luchando para recuperar sus restos, para que en cada uno de esos lugares de infamia, un memorial, una placa, un monumento los rememore y nos devuelva a todos su recuerdo.
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