
Mis primeros recuerdos mundialistas se remontan a Alemania'74. Aquel niño que vivía en un pequeño pueblo de Gran Canaria y que había descubierto a Johan Cruyff cuando desembarcó en el Barcelona, se enamoró a primera vista del fútbol total de Holanda, de Neeskens, Rensenbrink, Rep, Haan, Krol...y hasta de Jongbloed, que ha sido uno de los porteros menos influyentes y decisivos de la historia. Ahí han quedado, en la memoria, por su brillantez, las victorias naranjas sobre Argentina -que contaba con algunos jugadores de la Unión Deportiva Las Palmas- y Brasil. No sería justo si olvidara el brillante transcurrir de la Polonia de Lato y Tomaszewski, la goleada de Yugoslavia a Zaire o la alegría de Haití cuando se adelantó frente a Italia. O el triunfo de la RDA sobre la todopoderosa RFA. Y llegó el momento de la final. El gol tempranero de Neeskens y la dolorosísima remontada de Alemania, que casi fue una afrenta personal.
El Mundial de 1978, que tan bien cocinó la FIFA con la maldita dictadura militar argentina, sólo sirvió para que se acrecentara la sensación de injusticia y frustración. Otra vez, una final y, otra vez, la derrota.
Y llegados a Sudáfrica 2010, confieso que soñaba con una final Holanda-Alemania que me sirviera de revancha y quitara los sinsabores de 1974. Pero como España, ese patito feo en todas las fases finales, se ha metido en medio con su fútbol-arte, pues a uno no le queda otro remedio que desearle a los Países Bajos que retornen cuantas otras veces quieran a una final mundialista, y que el domingo sea el turno de los Iker, Puyol, Piqué, Xavi, Xabi, Villa y Don Pedro.
Y para otra ocasión quedan las reflexiones sobre las molestas vuvuzelas y sobre la fiebre que le ha dado a una buena parte de la población con las banderitas de marras.