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lunes, 18 de julio de 2011

El orín de los perros

(@www.elpais.com.co)
Llegan las noticias sobre Libia que dan cuenta de los bombardeos aliados y sus víctimas inocentes, de los reconocimientos oficiales a los rebeldes o de la orden internacional de detención contra Gadafi y, al mismo tiempo, compitiendo por el escaso espacio que los medios de comunicación dedican a las informaciones del mundo, las procedentes de Siria, donde el sátrapa Bashar al Asad masacra desde marzo a la población civil sin que se produzca una simple condena, sin que se valore, ni de lejos, intervenir militarmente en ese país. ¿Y qué decir del dictador yemení y del sufrimiento al que ha estado sometiendo a su pueblo durante décadas? Ni una mención entre tanta reprobación al régimen libio al que, dicho sea de paso, se le tenía muchas ganas -no entro en si justificadas o no- desde los años ochenta y al que ahora se golpea una vez ha quedado aislado.

En un caso -Libia-, se habla solemnemente de genocidio; en los otros -Siria y Yemen-, se alude llanamente a asuntos de índole interno y se despacha la cuestión mirando hacia otro lado, no vaya a ser que la famosa primavera árabe se convierta en Oriente Próximo en un incendio de imprevisibles consecuencias. Y ante esta interesada disparidad de criterios, mientras mueren asesinados quienes persiguen la libertad, me vienen a la memoria aquellos versos de León Felipe que hablaban de justicia:

"Si no es ahora, ahora que la justicia vale menos, infinitamente menos
que el orín de los perros;
si no es ahora, ahora que la justicia tiene menos, infinitamente menos
categoría que el estiércol;
si no es ahora … ¿cuándo se pierde el juicio?"

Tampoco puedo dejar de pensar en esos millones de personas a las que espera una muerte segura si nadie hace nada para paliar las hambrunas que hacen estragos en el Cuerno de África. Y me pregunto: ¿no actuar no es una forma de genocidio? ¿Las vidas de esas gentes valen acaso infinitamente menos que el orín de los perros?

domingo, 1 de mayo de 2011

Una voz necesaria

(@www.vanguardia.com.mx)
Ha muerto Ernesto Sabato. Se ha ido una voz necesaria, imprescindible. Decimos adiós a una de esas personalidades cuyo compromiso vital hace en muchas ocasiones de faro de las sociedades e impide que éstas y sus ciudadanos enfermen. Él nos recordó que al final del túnel siempre hay luz por muy oscuro que nos parezca, nos avisó de que los héroes están demasiado cerca de las tumbas cuando no en ellas, nos llamó la atención sobre la fragilidad de la condición humana y, sobre todo, nos alertó de la naturaleza de los exterminadores, de los genocidas, tan de moda en estos tiempos en que los criminales campan a sus anchas en Siria, Yemen, Marruecos o Libia, como antes lo hicieron en su Argentina natal, en Uruguay, en Paraguay o en España. Contra ellos nos hizo expresar toda nuestra rabia, que también era la suya.

Como ha dicho su familia en el comunicado en el que ha hecho pública su muerte, Ernesto Sábato no les pertenecía solo a ellos, sino a todos nosotros. Como antes ocurrió con gente como José Saramago, Naguib Mahfuz o Francisco Ayala. Nos queda su magnífica obra, pero también el recuerdo de ese simple mortal, de ese tierno desamparado, como una vez él mismo describió a Don Quijote. Quizás tenía mucho del personaje de Cervantes, como lo tienen quienes están convencidos de que estamos sobre la faz de la tierra para luchar por la justicia y por el prójimo.



domingo, 20 de marzo de 2011

Plaza de La Perla (3)

(@Reuters)
Ahora que el otrora amigo y socio comercial se ha transformado en enemigo irreconciliable, ahora que se han iniciado los ataques sobre Libia, ahora que los rebeldes han encontrado respuesta militar a su desesperado llamamiento de ayuda externa, ahora que confiamos en que la Odisea del amanecer sea limitada en su duración y efectos -especialmente sobre la población civil, que no sobre el régimen criminal de Gadafi, al que debe poner punto y final-, ahora que... 

Y mientras, en Yemen, cada manifestación pacífica es reprimida por las fuerzas de Ali Abdullah Saleh, que no dudan en disparar con fuego real y sembrar las calles de Saná de muertos. En Bahrein, el símbolo de la revuelta, la Plaza de la Perla, ha sido destruido por unas autoridades que, además de expulsar a los manifestantes del lugar, han recibido, entusiastas, a las tropas de ocupación. En Marruecos, en Siria, en Argelia... se suceden las protestas ciudadanas y también las mismas respuestas por parte del poder: la feroz represión. 

A uno le queda la sensación de que a Occidente le resulta más fácil volver a bombardear un país al que ya dio un escarmiento hace algunos años, que alentar, favorecer y respaldar -con hechos, no sólo con palabras pronunciadas a media voz- a quienes reclaman libertad y democracia desde el mundo árabe. A uno le queda la triste sensación de que si Ben Alí y Mubarak hubieran aguantado un poco más, aún estarían sentados en sus sillones de sátrapas...con el beneplácito occidental. 

domingo, 13 de marzo de 2011

Plaza de la Desesperanza


Agdaym Izik. Midam Tahrir. Plaza de la Perla. Bengasi... Espacios que, en estos últimos meses, se han transformado en símbolos de libertad, de democracia, de esperanza. Lugares en los que los pueblos árabes han decidido, voluntariamente, superar la servidumbre, romper las cadenas, tratar de tú a tú a sus sátrapas, a los que, como ha escrito Driss Ksikes en un artículo publicado en el diario El País, "ayer mismo percibían como divinidades intocables". El dramaturgo marroquí recuerda que "el día en que esos pueblos traspasaron el muro del silencio, en que se autorizaron a sí mismos a salir de su mutismo de conveniencia, cruzaron el umbral de la ciudadanía". Nada de súbditos, como históricamente se les ha tratado. Ciudadanos con derechos y no solamente con deberes, como hasta ahora.

Ingenuamente, algunos pensamos que las democracias occidentales, en las que tunecinos, marroquíes, argelinos, libios, jordanos, etc. se miraron para rebelarse y plantar cara al autoritarismo, se mostrarían entusiasmadas ante los vientos de cambios y contribuirían al derrumbamiento de tantas décadas -¿quizás siglos?- de opresión. Pasan los días, las semanas, los meses y la emoción va dando paso a la desilusión, a la melancolía, a la desesperación. Pareciera que, en el fondo, los gobiernos democráticos se sintieran más cómodos tratando con los Mubarak, Gadafi, Mohamed VI, Ben Alí... que con las poblaciones que han decidido reclamar dignidad y justicia. El dictador libio masacra al pueblo mientras la sociedad internacional duda entre poner fin a la matanza o salvaguardar el abastecimiento del tan necesario petróleo. El monarca marroquí anuncia unas imprecisas medidas de reforma y ya tenemos a Francia y España celebrando lo que aún no se ha producido, lo que todavía no son más que promesas escritas en papel.

El tiempo transcurre y la Plaza de la Liberación se va transformando, lentamente, en la Plaza de la Desesperanza. ¿Otra oportunidad perdida? ¡Ojalá que no! Muchos millones de individuos se han embarcado en una revolución que no debería fracasar. Por el bien de todos, no sólo de los árabes.


lunes, 21 de febrero de 2011

Plaza de La Perla (2)

(@infocatolica.com)
Todos los dictadores que en el mundo han sido aseguran que aman a su pueblo, que adoran a su pueblo, que viven para su pueblo. Un pueblo al que tutelan, al que protegen de las influencias del exterior, como si fuera un niño, un pequeño al que por nada del mundo dejan crecer. No vaya a cumplir la mayoría de edad y comience a pensar por sí mismo, a reclamar, a reivindicar, a pedir un margen de libertad, un pequeño margen en el que expresarse con libertad. Entonces, el pueblo amado, el pueblo adorado, el pueblo por el que el tirano se ha desvivido, por el que ha dado toda su vida, se convierte en el enemigo a batir, en el único enemigo a destruir. Porque, entonces, su supervivencia y la de su régimen se hace incompatible con la de su pueblo. O uno u otro.

Acaba de ocurrirle a Ben Alí en Túnez. Lo mismo le ha pasado a Mubarak en Egipto. Y está a punto de sucederle a Muamar Gadafi en Libia. El sátrapa se resiste a abandonar el poder y sostiene su régimen de cleptócratas a sangre y fuego, sin importarle ya nada, como si quisiera, antes de abandonar el trono en el que se ha mantenido durante cuatro décadas, dejar la huella del terror, el recuerdo de la barbarie,  del crimen, grabado en ese pueblo al que, una vez, dijo haber amado, haber adorado.

Y mientras los dirigentes occidentales tratan de buscar palabras que no ofendan al antaño aliado, al viejo amigo, no vaya a ser que finalmente se mantenga al frente de su país,  a otros nos queda pedir la intervención del Tribunal de La Haya. Porque ametrallar al pueblo, bombardear a los manifestantes no es más que un crimen de lesa humanidad.  

domingo, 20 de febrero de 2011

Plaza de La Perla

(@redigitaltv.com)
Durante décadas, los regímenes autoritarios y las monarquías absolutistas bajo los que han estado viviendo les hicieron creer que sus derechos como ciudadanos -en realidad han sido tratados siempre como súbditos, como menores de edad incapaces de tomar sus propias decisiones- eran innecesarios, irrelevantes para sus existencias. El ejercicio de la libertades individuales y colectivas les fue birlado, sacrificado, en beneficio de la estabilidad, la seguridad, el crecimiento económico, los beneficios financieros -de unos pocos, claro está-, la religión y el orden público. Hasta que han gritado "¡basta!". Y, como si se hubieran puesto de acuerdo, como si hubieran decidido inocularse a un mismo tiempo la rabia, han incendiado el mundo árabe. 

Las revueltas y las manifestaciones se suceden, desde hace semanas, en los países del Magreb y Oriente Medio. Los pueblos de Túnez y Egipto derrocaron a sus tiranos y no parecen dispuestos a que sus logros queden en papel mojado. Bahréin ha dejado de ser el nombre de un Gran Premio de Fórmula 1 o de un exótico destino turístico, una vez la población se ha lanzado a tomar las calles y convertir la Plaza de La Perla, en Manama, en símbolo de sus reivindicaciones democráticas. Y Libia, Yemen, Argelia o Marruecos son hoy los escenarios de masivas protestas reprimidas duramente por la policía y el ejército, que no dudan en disparar contra los manifestantes, provocando centenares de muertos y heridos. 

Miles de héroes anónimos protagonizan lo que parece ser la gran revolución del siglo XXI. Y ahora que el mundo árabe arde, Occidente no sabe cómo dar respuesta a ese grito de libertad porque, no nos engañemos, teme una democratización de esos países.