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viernes, 15 de abril de 2011

¿Hombres?

¿Merecen ser llamados hombres quienes ordenan, bajo pretexto patrio, bombardear una aldea habitada por mujeres, niños y ancianos indefensos? ¿Tratados como tales quienes asesinan a sangre fría en nombre de supuestos intereses nacionales? ¿Considerados así quienes torturan hasta la muerte a sus semejantes, convertidos entonces en enemigos, empleando la crueldad más refinada y, al mismo tiempo, inhumana? Preguntas para las que quizá encontremos respuestas o para las que a lo mejor no haga falta hacerlo, pero que quedan en el aire después de la lectura de la última novela del escritor francés Laurent Mauvignier, titulada Hombres y editada por Anagrama.

La acción de la historia, protagonizada por dos excombatientes de la guerra que sostuvo Francia en Argelia en los años sesenta y que acabó con la independencia del país norteafricano, nos retrotrae, aparentemente, a otro tiempo, quizá olvidado por muchos, quizá desconocido por la mayoría, pero que recobra toda la actualidad cuando echamos la vista a cualquiera de los conflictos que en estos días están presentes en todos los medios de comunicación: Libia, Costa de Marfil, Siria, Yemen... La brutalidad con la que se emplea alguna de las partes, las atrocidades cometidas, ya en nombre de la democracia, ya en el del orden, ya en el de la libertad, el salvajismo de unos métodos que únicamente buscan la aniquilación del contrario...todo parece valer si se consigue el fin que se pretende. 

Y, entonces, Laurent Mauvignier se interroga, por boca de uno de sus personajes, "si una causa puede ser justa y los medios injustos" o "cómo se puede creer que el terror incremente el bien". Y las dudas vuelven a flotar en el aire, sin respuesta, sin una contestación que sea capaz de conciliar justicia y fuerza, humanidad e inhumanidad.

domingo, 3 de octubre de 2010

Villanías

Estados Unidos ha pedido esta semana perdón a Guatemala por los experimentos realizados con casi setecientos pacientes de hospitales psiquiátricos de ese país centroamericano a los que se infectó con sífilis y gonorrea entre 1946 y 1948. Un hecho que podría parecer aislado si no fuera porque cada cierto tiempo se hacen públicas las tropelías cometidas por los gobiernos contra sus propios ciudadanos o contra los de otros países, como en esta ocasión. La memoria nos devuelve, entonces, otros muchos casos, para los que no hay que alejarse hasta épocas remotas, pues basta quedarse en el siglo XX. Ahí están las pruebas nucleares llevadas a cabo por EEUU o Francia en las que sus tropas o las poblaciones civiles fueron utilizadas como cobayas, los sufrimientos infligidos durante décadas a los aborígenes australianos por leyes y prácticas injustas, los abusos de que fueron víctimas los niños de la isla de La Reunión, enviados a territorio francés con la promesa de estudios y sometidos a situaciones de semiesclavitud, y tantos y tantos atropellos que harían muy extensa una relación de afrentas que nos haría temblar como si estuviéramos viendo una película de terror. La realidad, una vez más, superaría a la ficción. 

Estados democráticos occidentales que, cada día, se ponen como ejemplos de virtud frente a terceros pero que esconden en sus archivos secretos un verdadero arsenal de villanías contra sus compatriotas, a los que tienen la obligación de proteger y cuidar. Un deber del que, sin embargo, con demasiada facilidad, según comprobamos, se han olvidado en tiempos, ya digo, no tan lejanos.   

miércoles, 25 de agosto de 2010

Estampas de refresco (13)


(San Martín, Isla de Re, 2009)

Mientras el padre ha ido a por el coche al aparcamiento -en esta pequeña ciudad atlántica la mayoría de las calles son peatonales o demasiado estrechas para que uno pueda estacionar en la vía pública sin interrumpir el tráfico y recibir una multa- las dos niñas han salido a la puerta de la calle a esperarlo, armadas ya con las tablas de surf que utilizarán minutos después en alguna de las playas de la isla. Seguramente, no las empleen para coger olas ni mucho menos para ponerse en pie sobre ellas, retando a la gravedad y poniendo en peligro su integridad, y sí a modo de colchones neumáticos, que les servirán de embarcaciones cuyos remos serán sus propios brazos, imaginando que son heroínas de otros tiempos que mandan un bajel pirata invencible y presto para la batalla. 

La más pequeña, incapaz de contener la emoción que le produce la aventura que se avecina, recibe los últimos consejos maternos, esas recomendaciones que únicamente persiguen proteger a los hijos de cualquier peligro, los mismos que la hermana mayor, a su lado, más paciente, ha escuchado una y otra vez cuando ella era la única que acompañaba a su padre a darse un baño en el mar, pronunciados en un tono tranquilo y pausado, pero expresados con la suficiente contundencia como para no ser desobedecidos bajo ninguna excusa. 

martes, 24 de agosto de 2010

Estampas de refresco (12)

(Caen, 2006)

Su figura negra ha irrumpido en la ventana instantes después de que los tres jóvenes turistas dejaran sus bicicletas encadenadas a los postes. Es muy probable que interrumpieran su rezo en una capilla cercana y, alertado por el ruido y por las emocionadas voces de quienes iban a iniciar una visita a la ciudad normanda, se asomara, aún ataviado con el hábito de la orden religiosa a la que pertenece, para constatar que no existe ningún peligro y que puede continuar con sus oraciones sin temor a nada, salvo a la divinidad en la que cree. En su mirada se adivina cierto desconsuelo, provocado por la estricta prohibición de montar en esos artilugios de dos ruedas a los que no ha subido nunca y de los que, con toda seguridad, se caería, cuando su poca pericia de principiante le impidiera evitar que los faldones de su vestidura quedaran enganchados con la cadena, los pedales o los radios de esos atractivos vehículos. 

En unos momentos volverá sobre sus pasos, adentrándose en la penumbra y quietud de esa iglesia, hoy en ruinas, destruida por los bombardeos aliados de los primeros días de junio de 1944 que redujeron a escombros la localidad de Caen. Su imagen será entonces una pasajera visión que el viajero olvidará al atravesar la cercana plaza sobre la que aún permanecen, como testimonio de un pasado cruel, los restos del edificio religioso.