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domingo, 13 de marzo de 2011

Plaza de la Desesperanza


Agdaym Izik. Midam Tahrir. Plaza de la Perla. Bengasi... Espacios que, en estos últimos meses, se han transformado en símbolos de libertad, de democracia, de esperanza. Lugares en los que los pueblos árabes han decidido, voluntariamente, superar la servidumbre, romper las cadenas, tratar de tú a tú a sus sátrapas, a los que, como ha escrito Driss Ksikes en un artículo publicado en el diario El País, "ayer mismo percibían como divinidades intocables". El dramaturgo marroquí recuerda que "el día en que esos pueblos traspasaron el muro del silencio, en que se autorizaron a sí mismos a salir de su mutismo de conveniencia, cruzaron el umbral de la ciudadanía". Nada de súbditos, como históricamente se les ha tratado. Ciudadanos con derechos y no solamente con deberes, como hasta ahora.

Ingenuamente, algunos pensamos que las democracias occidentales, en las que tunecinos, marroquíes, argelinos, libios, jordanos, etc. se miraron para rebelarse y plantar cara al autoritarismo, se mostrarían entusiasmadas ante los vientos de cambios y contribuirían al derrumbamiento de tantas décadas -¿quizás siglos?- de opresión. Pasan los días, las semanas, los meses y la emoción va dando paso a la desilusión, a la melancolía, a la desesperación. Pareciera que, en el fondo, los gobiernos democráticos se sintieran más cómodos tratando con los Mubarak, Gadafi, Mohamed VI, Ben Alí... que con las poblaciones que han decidido reclamar dignidad y justicia. El dictador libio masacra al pueblo mientras la sociedad internacional duda entre poner fin a la matanza o salvaguardar el abastecimiento del tan necesario petróleo. El monarca marroquí anuncia unas imprecisas medidas de reforma y ya tenemos a Francia y España celebrando lo que aún no se ha producido, lo que todavía no son más que promesas escritas en papel.

El tiempo transcurre y la Plaza de la Liberación se va transformando, lentamente, en la Plaza de la Desesperanza. ¿Otra oportunidad perdida? ¡Ojalá que no! Muchos millones de individuos se han embarcado en una revolución que no debería fracasar. Por el bien de todos, no sólo de los árabes.


viernes, 11 de febrero de 2011

Midam Tahrir (2)

(@Reuters)

Hoy, al ver las explosiones de júbilo de los manifestantes egipcios congregados en Midam Tahrir tras conocerse la renuncia del dictador Mubarak, he sentido la misma emoción que cuando la televisión retransmitió en vivo la caída de Ceaucescu en diciembre de 1989. Entonces, fuimos testigos de cómo  el pueblo rumano recobró la libertad y volvió a ser protagonista de su propio destino. Ahora, tres semanas de manifestaciones y de revueltas populares, retransmitidas casi minuto a minuto a través de todas las ventanas de comunicación del mundo, han bastado para  acabar con tres décadas de tiranía en Egipto. 


Se abre una etapa de incertidumbre, aún es pronto para saber qué papel desempeñará el ejército y la clase política que ha acompañado durante estos años al caimán en su aventura totalitaria, en su cleptocracia. También para conocer la reacción que tendrán los países occidentales que con tanta simpatía trataban al rais y que preferían mirar hacia otro lado para no ver sus desmanes, sus atropellos, sus crímenes. Pero, de lo que no hay duda, es de que cuando un pueblo decide recuperar su rol protagónico, no hay quien lo detenga, por muchas armas que posea. Ya nada será igual, ya nada deberá ser igual en la antigua tierra de los faraones.


La rebelión en el mundo árabe a la que desde hace semanas asistimos no debería acabar aquí, ni ser frenada por el temor, tan recurrente pero tan dañino, al islamismo, al terrorismo integrista. Después de Ben Alí y de Mubarak, otros muchos sátrapas tendrán que abandonar los tronos a los que con sangre y fuego se han venido agarrando durante años. La democracia no es una utopía.  


PD: Mañana, 12 de febrero, a las 12 horas, en la Puerta del Sol (Madrid), Día Global de Acción por Egipto y otros países del Norte de África y Oriente Próximo, convocado por Amnistía Internacional.

domingo, 6 de febrero de 2011

Midam Tahrir

(@elsemanaldigital.com)
Desde el 11-S, las imágenes más repetidas -y en demasiadas ocasiones, las únicas- que nos llegan desde el mundo árabe son las del integrismo islámico, las del fanatismo religioso, las de los terroristas suicidas o las de los coches bomba que explotan a primeras horas de la mañana en un mercado atestado de gente en ciudades demasiado distantes de nuestra cotidianidad como para conmovernos. A nadie ha parecido importar que sus poblaciones llevaran décadas viviendo bajo regímenes dictatoriales, que sus ciudadanos vieran pisoteados, cada día, sus derechos y libertades. Si los tiranos pertenecían al elegido grupo de los aliados de Occidente, todo les estaba tolerado, a fin de cuentas nos garantizaban seguridad y estabilidad. De lo contrario, pasaban a engrosar la selecta lista de enemigos que conforman eso que ha venido en llamarse eje del mal.

Sin embargo, el suicidio altruista de un modesto vendedor ambulante tunecino, Mohamed Bouazizi, ha sido capaz de poner el orden establecido patas arriba. Primero despertó a la sociedad de Túnez y, después, a la de otros países, como Jordania, Yemen o Egipto, que parecían narcotizadas, profunda y  largamente hechizadas. Dos semanas llevan los egipcios congregados en Midam Tahrir convencidos de que al régimen de Mubarak le ha llegado el parte de defunción. Dos semanas en las que la Plaza de la Liberación de El Cairo se ha convertido en el centro del mundo, en el epicentro de la libertad.

Suceda lo que suceda a partir de ahora, ya nada será igual, ya nada deberá ser igual. Si en 1989 Occidente brindó por la caída de los regímenes del Este europeo, ahora no puede dar la espalda a quienes se han levantado para reclamar lo mismo: democracia. Hacerlo, sería traicionar los principios en los que, teóricamente, se legitima nuestro sistema.

Lástima que quien creyó en su pueblo y en su capacidad histórica para cambiar el destino y romper las cadenas, no pueda ver lo que ocurre cerca del café al que, a diario, acudía. Más de uno, de todos modos, hemos pensado en Naguib Mahfuz, en su sencillez, en su modestia, en las palabras que, desde sus  novelas, proclamaban la tolerancia, la hermandad y la paz entre las naciones. 

jueves, 3 de febrero de 2011

Aznar se traviste de Chateaubriand

José María Aznar no ha ocultado nunca su odio visceral hacia los árabes, hacia el mundo musulmán. De ahí que, cuando Blair y Bush se apuntaron a libertadores del pueblo iraquí, el ex presidente corriera, como a quien persigue el diablo, a fotografiarse en las Azores. No fuera a ser que el tirano Sadam ocultara las inencontradas armas de destrucción masiva. Y ahora que en algunos países islámicos, como Túnez, Egipto, Jordania o Yemen, sus poblaciones salen a las calles a reclamar libertad y democracia, el  que fuera inquilino de La Moncloa no duda en sacar a la luz sus viejos fantasmas y supeditar las ansias de esos ciudadanos a los intereses de Europa y Estados Unidos

Quizá a nadie deba sorprender que Aznar retome ahora las ideas del timorato aristócrata francés Chateaubriand, quien, al interpretar a principios del siglo XIX las reformas de los otomanos, consideraba que civilizar Oriente implicaba extender la barbarie en Occidente. Esto sólo puede tener un significado, que no reside precisamente en la posición del ministro de Exteriores del rey Carlos X, sino en la tentación de Aznar, quien lleva tiempo intentando rescatar para los occidentales una identidad primaria, esencialista, excluyente y estática y olvidando que mientras una Europa medieval vivía en la sombra, otra lo hacía en la luz. 

Le guste o no al presidente de la FAES, aquella Al Andalus y su unidad político-territorial, que luego será España, le ha demostrado a la historia europea que los árabes conocieron la modernidad mucho antes que la Europa cristiana, precisamente llamada moderna. Y los árabes, quiera o no José María, son herederos directos de la Grecia clásica, cuna de la democracia. Y aunque los árabes se han olvidado de ella, como dice el refrán castellano, quien tuvo, retuvo. ¿O es que acaso los europeos siempre hemos sido democráticos? Eso sí que es echarse un farol.