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jueves, 10 de febrero de 2011

Gliders House

A primera vista, los tiempos de crisis aconsejan nadar y guardar la ropa, por lo que pudiera pasar. Uno se vuelve conservador con el paso de los años y tampoco es cuestión de jugarse a los chinos el incierto futuro que se avecina. No es, sin embargo, la recomendación que nos trasladan quienes aseguran que para salir de la depresión económica actual hay que apostar por el riesgo, el ingenio y la valentía. Dos posiciones enfrentadas. Dos consecuencias muy diferentes: empobrecimiento frente a generación de riqueza.

Frente a los que somos más cobardes y nos basta con ir capeando el temporal confiados en que escampe pronto, están quienes, como el artista plástico Miguel Panadero, se aventuran por el territorio del atrevimiento y el azar. Además de mantener el estudio como centro de operaciones artísticas y comerciales, donde cualquier potencial comprador  puede adquirir alguna de sus obras -pinturas, grabados, acuarelas, ilustraciones, dibujos, esculturas, joyas o cerámicas-, Miguel ha resuelto salir de la trinchera y lanzarse al ataque con la bayoneta calada, mirando a la crisis de frente, a los ojos.

Nuestro hombre ha decidido añadir una actividad más a su currículo y lanzarse al diseño de camisetas. Combinando sus dotes artísticas y su afición al surf -cualquiera puede verlo, casi a diario, en la playa grancanaria de Las Canteras, tabla en ristre-, ha puesto en marcha su propia colección: Gliders House. Por el momento, la aventura se desarrolla lentamente, con una ventana abierta en Internet y otra en algunas tiendas de surferos. Su osadía, en la época que corre, merece el aplauso, al menos de los que seguimos parapetados bajo el paraguas rogando por el fin de esta maldita y caprichosa crisis. El futuro es de los intrépidos y Miguel Panadero lo es.

lunes, 3 de enero de 2011

Año Nuevo

El 1 de enero es, con seguridad, el día más raro del año. El tiempo se ralentiza hasta dar la impresión de que se ha detenido, como en ciertos anuncios televisivos, como si le costara despertar de la larga noche de celebraciones. Las ciudades se desperezan con una exasperante lentitud que nada tiene que ver con las prisas cotidianas a las que estamos acostumbrados y sin las cuales nos sentimos unos extraños. Las calles, desiertas, parecen arropadas por el silencio, ocasionalmente roto por el paso de algún coche, por la voz chillona de un niño al que acompañan sus abuelos, porque sus padres han sido incapaces de levantarse como cualquier otra mañana, o por el rumor de algún receptor de televisión, que retransmite a todo volumen, desde Viena, la archiconocida Marcha Radetzky, con la que concluye el concierto de Año Nuevo, todo un clásico. 

Siempre me gustó recorrer la ciudad a primeras horas del 1 de enero, cuando algunos rezagados, con trajes largos y smoking, tratan aún de continuar una fiesta concluida horas antes, cuando en la playa de Las Canteras se mezclan los turistas atraídos por los primeros rayos de sol y los jóvenes que no han resistido los excesos del alcohol, cuando en la Cuesta de Moyano los puestos de libros reciben a quienes creen que en un día menos concurrido aumentan sus posibilidades de encontrar un tesoro bibliográfico largamente perseguido o cuando los servicios de limpieza tratan por todos los medios de recuperar la rutina de una Puerta del Sol que ha sido el epicentro del terremoto festivo. 

Quizá, el 1 de enero sea el día más tranquilo de unas fiestas de las que todos echamos pestes y renegamos, pero a las que nos aplicamos, año tras año, como si hubiéramos olvidado las promesas del año anterior, cuando aseguramos que no nos volverían a coger en una igual. Animales de costumbres.