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domingo, 16 de enero de 2011

Mohamed Bouazizi

(@Reuters/Zohra Bensemra)
Hace algunos años, tras la muerte de Hassan II, los medios de comunicación tardaron algunos días en referirse al monarca marroquí como a lo que verdaderamente era: un tirano cruel y sanguinario. Era como si no se quisiera desairar al Gobierno y la Monarquía españoles, históricos amigos del sátrapa, como si se temiera la reacción del vecino mediterráneo. Ahora, tras la apresurada huida del presidente tunecino Ben Alí como consecuencia de la bautizada como Revolución de los Jazmines, la prensa europea comienza a hablar de tiranía, de dictadura, de autoritarismo y a afear la postura benévola y la cercanía cómplice que las instituciones y democracias occidentales mantuvieron con el caudillo depuesto a lo largo de este último cuarto de siglo. Periodistas y comentaristas recuerdan en estos momentos que Amnistía Internacional ha venido llamando la atención año tras año de los desmanes del mandatario magrebí, aunque poco caso se hizo a sus informes. Tuvo que producirse la inmolación de  Mohamed Bouazizi para que los ojos se posaran en ese régimen corrupto y dictatorial.

Sin embargo, hasta hace muy poco, esos mismos medios recomendaban Túnez como destino turístico tranquilo y seguro, ingresaban dinero de las campañas publicitarias de ese país y no alertaban de las violaciones de los derechos humanos ni de la represión a la que era sometidos sus ciudadanos. Quizás tengan una buena oportunidad, a partir de  ahora, para denunciar, sin ambages ni tibieza, lo que es una evidencia: que ninguno de los países del Magreb es democrático, que sus Estados viven inmersos en la corrupción y que su población no goza de las libertades y derechos exigibles. La prensa libre no debería callar o mirar hacia otro lado, como hacen los Gobiernos europeos, atados por sus propios intereses económicos y geopolíticos, sino ponerse del lado de los demócratas que aspiran a convertir el Norte de África en un territorio libre de dictaduras. ¿Es demasiado pedir a los que ejercen a diario el periodismo?

viernes, 3 de diciembre de 2010

Agdaym Izik (7)


Desde el asalto y desmantelamiento violento del campamento de Agdaym Izik el pasado 8 de noviembre y la posterior represión en El Aaiún,  el Gobierno español ha evitado por todos los medios condenar la actuación de la gendarmería y el ejército marroquíes, alegando un obligado realismo político de buena vecindad, la ausencia de datos de fuentes directas o la necesidad de un informe independiente. A pesar de que las investigaciones de Human Rights Watch y Amnistía Internacional confirmaron las denuncias de torturas y que tanto la Eurocámara, como el Congreso y el Senado, han condenado lo ocurrido, ha persistido el silencio gubernamental, por temor a desairar al sátrapa alauita, que amenaza con revisar sus relaciones con España. 

Como escribe John Berger en su último libro, Con la esperanza entre los dientes, es muy cierto que a lo largo de la historia se ha producido una brecha entre los principios declarados y la realpolitik, pero también lo es que al hablar del Sáhara Occidental, como si lo hiciéramos de Palestina, lo que está ocurriendo es la destrucción detallada de un pueblo y una nación prometida. Y ya sabemos que "en torno a esta destrucción hay palabras menores y un silencio evasivo", el mismo en el que se han instalado Zapatero y Trinidad Jiménez, a quienes tampoco ha importado la mordaza que la dictadura marroquí ha impuesto a la prensa de nuestro país.

Es verdad que existe desesperación en el pueblo saharaui. Basta con visitar Tinduf o El Aaiún para constatarlo en primera persona. Pero quizás, como también señala Berger, en los campamentos de refugiados y en los territorios ocupados "la desesperación sin miedo, sin resignación, sin un sentido de la derrota, logra una postura moral hacia el mundo" como no se había visto antes. Una desesperación presente en la vieja que recuerda, en el joven que desconfía del futuro o en la sonrisa de una niña "que envuelve en su pañuelo una promesa para esconderla de la desesperanza", una desesperanza en la que algunos quisieran ver a esta población.

Y mientras, los saharauis dejan las huellas de sus manos sobre una pared en señal de rebeldía, como símbolo de una lucha que les ha hecho fuertes a pesar de las adversidades, de los atropellos, del olvido internacional.