Me detuve unos minutos a descansar en la Plaza Vieja. Llevaba toda la mañana combatiendo un calor sofocante y saboreando la atractiva decadencia de la Habana Vieja. Casonas desbaratadas que reclaman una intervención inmediata, palacetes reconvertidos en museos desiertos de visitantes y de objetos, edificios en proceso de reconstrucción interminable, comercios con escasas mercancías que ofrecer a un público inexistente y calles aparentemente disfrazadas para que los turistas hagan el esfuerzo de remontarse a una época lejana en el tiempo, en la que esta ciudad era el centro del tráfico comercial español con América, ese Cádiz con más negritos, que cantaba Carlos Cano.
A mi lado, en el mismo banco, se sentó un anciano que antes pidió permiso para hacerlo y que se identificó inmediatamente: "Soy Luis Revilla Pagan, El Poeta Solitario". Me habló de unos orígenes familiares anclados en España -quizás en Canarias, no recuerdo-, de su antiguo trabajo de limpieza en una playa de la Isla a la que mayormente acudían extranjeros, de una hija con la que vivía y a la que debía mantener porque no se valía por sí misma y de una mujer cuya pérdida acrecentó una soledad a la que se había acostumbrado cuando durante horas y en silencio retiraba desperdicios de la arena.
Y también me habló de su vocación poética, de los miles de versos que había compuesto mentalmente frente al mar y que, al terminar la jornada laboral, llevaba al papel. No porque temiera olvidarlos, sino porque pensaba que a lo mejor, cuando fuera un jubilado a cargo del Estado y de la caridad ajena, podría sacarles un pequeño rendimiento económico. Se brindó a recitarme algunos poemas, que declamaba con la mirada perdida, como si al pronunciar cada palabra volviera a sentir la brisa marina, el olor a sal y algas.
Eran unos versos sencillos, nada pretenciosos, pero muy sentidos, que hablaban de ausencias, de amores perdidos. Me hice con dos de los poemas por el simbólico precio de dos pesos convertibles. Y reanudé mi camino, dejando atrás a aquel hombre solitario que, durante minutos, me hizo olvidar la miseria que había contemplado -y pisado- con anterioridad.
Muy cerca de la Plaza Vieja, tropecé con la Casa de la Poesía. Pasé de largo, sin entrar. Había estado con ella hacía unos instantes.