Tirar la piedra y esconder la mano. Con una frecuencia cada vez mayor y más vergonzosa, los medios de comunicación se han apuntado a la moda de generar polémicas o escándalos y, posteriormente, cuando ya el polvorín ha estallado y la alarma social se ha desatado, recoger velas, rasgarse las vestiduras y preguntarse sobre los límites del periodismo y, por ende, de la libertad de expresión. Por lo visto, no debe parecerles deontológicamente correcto -por aquello de la autocensura- imponerse barreras y no traspasarlas en ningún caso.
Nos regalan imágenes truculentas o atrevidas, nos hacen escuchar grabaciones innecesarias y de escaso valor periodístico pero de un beneficioso morbo o nos torpedean durante semanas con anodinas y anecdóticas informaciones que llevan a portada para, a continuación, cuestionarse dónde debe el profesional del periodismo establecer la línea fronteriza. Da igual que se trate de una princesa en topless, de una atrevida anciana con vocación de artista plástica o de las voces de unos pilotos en los momentos previos a la explosión de su aeronave. Todo vale...hasta que, por extrañas razones, les vence el pudor o la vergüenza e inician una etapa de arrepentimiento...hasta la ocasión siguiente. No vaya a ser que la competencia les robe lectores, oyentes o telespectadores por no estar, como diría el viejo profesor, al loro.
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