El 1 de enero es, con seguridad, el día más raro del año. El tiempo se ralentiza hasta dar la impresión de que se ha detenido, como en ciertos anuncios televisivos, como si le costara despertar de la larga noche de celebraciones. Las ciudades se desperezan con una exasperante lentitud que nada tiene que ver con las prisas cotidianas a las que estamos acostumbrados y sin las cuales nos sentimos unos extraños. Las calles, desiertas, parecen arropadas por el silencio, ocasionalmente roto por el paso de algún coche, por la voz chillona de un niño al que acompañan sus abuelos, porque sus padres han sido incapaces de levantarse como cualquier otra mañana, o por el rumor de algún receptor de televisión, que retransmite a todo volumen, desde Viena, la archiconocida Marcha Radetzky, con la que concluye el concierto de Año Nuevo, todo un clásico.
Siempre me gustó recorrer la ciudad a primeras horas del 1 de enero, cuando algunos rezagados, con trajes largos y smoking, tratan aún de continuar una fiesta concluida horas antes, cuando en la playa de Las Canteras se mezclan los turistas atraídos por los primeros rayos de sol y los jóvenes que no han resistido los excesos del alcohol, cuando en la Cuesta de Moyano los puestos de libros reciben a quienes creen que en un día menos concurrido aumentan sus posibilidades de encontrar un tesoro bibliográfico largamente perseguido o cuando los servicios de limpieza tratan por todos los medios de recuperar la rutina de una Puerta del Sol que ha sido el epicentro del terremoto festivo.
Quizá, el 1 de enero sea el día más tranquilo de unas fiestas de las que todos echamos pestes y renegamos, pero a las que nos aplicamos, año tras año, como si hubiéramos olvidado las promesas del año anterior, cuando aseguramos que no nos volverían a coger en una igual. Animales de costumbres.
Me ha encantado tu manera de describirlo. Y es lo que uno que cambia de un año para otro es el dígito del final (y en ocasiones los dos últimos, como en ese caso).
ResponderEliminarBonito blog.
Un saludo.