He sabido que Ricardo ha iniciado el lento descenso a los oscuros abismos del mal de Alzheimer. Ahora mismo los síntomas son muy leves, pero la enfermedad ha empezado ya a hacer su trabajo, a borrar parsimoniosamente el disco duro de su cerebro. No hay vuelta atrás. Los médicos han sido taxativos. Precisamente le ha ocurrido a él, que ha vivido siempre agarrado al recuerdo, que no ha sabido vivir ajeno a la memoria. Será dentro de un tiempo -nadie sabe cuánto- olvido. Quizás sea cierto, como escribe Héctor Abad Faciolince en su magnífica y emotiva novela El olvido que seremos, que "la memoria es un espejo opaco y vuelto añicos, o, mejor dicho, está hecha de intemporales conchas de recuerdos desperdigadas sobre una playa de olvidos". Quizás, pero esa arena sobre la que ha transitado toda su vida Ricardo, repleta de instantes pasados y revividos una y otra vez, sin descanso, como si necesitara regresar a ellos siempre para no perder lo que es, se la está llevando el mismo mar que tanto ha amado y que ha inspirado su poesía, esos versos que miran al Atlántico porque en sus aguas han encontrado la inspiración, la razón de su existencia.
La memoria de Ricardo se le escapará entre las manos a su pesar, se volverá opaca, se irá haciendo añicos, como ese espejo del que hablaba Faciolince, a pesar de lo necesaria que ha sido para él. Entonces, con toda seguridad, él no tendrá constancia de su pérdida. Vivirá ajeno a lo que le rodea y sus ojos me traerán el recuerdo -qué travesura de la memoria- de aquellos enfermos de Alzheimer con los que estuve tratando durante unos meses y cuya mirada se perdía en un lejano y profundo lugar al que los demás no teníamos acceso ni modo alguno de llegar porque hacía ya tiempo que habían descendido al abismo.
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