Durante la movida madrileña, Glutamato Ye-Yé cantaba un divertido tema que anunciaba que Oriente estaba insurgente. Hoy, muchos años después, se cumple aquel presagio del grupo que lideraba Iñaki Fernández. Desde que el joven vendedor Mohamed Bouazizi se inmoló en Túnez, convirtiéndose en el principal mártir de la Revolución de los Jazmines, las protestas populares se han extendido por varios países árabes y amenazan con prender en el resto. A Túnez siguieron Argelia, Jordania, Egipto y ahora, Yemen. Parece que el movimiento no se detiene, a pesar de la represión ejercida por los temerosos monarcas absolutos y los presidentes vitalicios, que empiezan a sentir que la camisa no les llega al cuello y sospechan que pronto se convertirán en compañeros de exilio de Ben Alí. Las imágenes de las manifestaciones de El Cairo, Suez o Sanaá, como antes las de las principales ciudades tunecinas, reflejan el malestar de unas poblaciones hartas de su progresiva miseria y del enriquecimiento ilícito de las élites políticas.
Occidente calla, como siempre, interesado como ha estado en sostener durante décadas a estas dictaduras. Pero no menos que los integristas, cuyas tesis encontraban en la opresión un magnífico caldo de cultivo y a los que la posibilidad de que se establezcan democracias asusta tanto como a los sátrapas actuales. Unos y otros tienen la impresión de que pueden perder su chiringuito, ya sea económico, político-militar o ideológico.
Y mientras se suceden los acontecimientos a toda prisa, casi tanta como la que se vivió a partir de 1989 en el Este europeo, tras la caída del Muro de Berlín, la familia de Mohamed Bouazizi sigue llorando su muerte. Lástima que quien encendió la llama de la rebelión no pueda presenciar los efectos devastadores de su valiente aunque suicida acción.
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