El Día de Reyes es, en mi memoria infantil, una jornada de emociones. De una agitación que se iniciaba durante la cabalgata de la tarde anterior, cuando tenía la oportunidad de ver de cerca y casi tocar a los Magos de Oriente que, horas después, pasarían por mi casa, como por la de miles de niños como yo, a colmarnos de regalos, como se decía entonces. Por fin llegaba el día esperado en el que Melchor, Gaspar y Baltasar, hasta entonces figuras de un Belén que nos había acompañado durante todas las fiestas y que desmontaríamos en la mañana del día 7, se transformaban en seres reales. La excitación, compartida con mis hermanos menores, era tal, que apenas cenábamos antes de, a regañadientes, meternos en la cama a perseguir un sueño que no acababa de llegar, por mucho que contáramos ovejitas, como nos recomendaban los mayores. Uno no caía, bendita inocencia de entonces, en la sospechosa tranquilidad de esos mismos hermanos mayores, que también eran cómplices de este maravilloso engaño que se ha prolongado a lo largo de la historia, que ha pasado de generaciones a generaciones y que aún hoy sigue provocando esas caras de excitación en los niños que tanta ternura nos producen, las mismas que tuvimos otros y, antes de nosotros, nuestros padres.
El Día de Reyes es, en el recuerdo del niño que fui, una jornada de poco sueño, de excitación, de deseos cumplidos, de ilusiones, de olor a nuevo, de ruido de envoltorios, de sonidos mecánicos, de visitas a las casas de los familiares por las que también habían pasado los camellos, los pajes y las majestades orientales, de juegos, de alegría, de calzarme unas nuevas botas de fútbol y estrenar equipación, de...
El Día de Reyes es, hoy, día de nostalgia. Deliciosa, eso sí.
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