(Tifariti, Sáhara Occidental, 2006)
Al decir de la RAE, el horizonte es el "límite visual de la superficie terrestre, donde parecen juntarse el cielo y la tierra". Para nosotros, niños, era aquella raya lejana, inquieta, que dividía el mar del cielo, para la que no sabíamos calcular la distancia real, porque siempre estaba moviéndose, aunque parecía detenida, y a la que aspirábamos a llegar alguna vez. Intentábamos acercarnos a ella nadando cada vez que nos metíamos en el agua, pero se alejaba, sin darnos ninguna posibilidad, convirtiéndose en algo imposible, en un sueño irrealizable para nuestras mentes infantiles.
Pero esa línea, tan engañosa como otras muchas que traza nuestra mente, es también imaginaria. Porque no siempre lo que se une en esa frontera visual coincide con lo que creemos ver, como si se tratara de un espejismo. En el atardecer de Tifariti, en territorio liberado del Sáhara Occidental, lo que asemeja el mar, oscurecido por la ausencia de una luz que se diluye lentamente, no es más que una extensión de arena que, cuando vuelva a salir al sol unas horas después, se convertirá en tierra inhóspita, castigada por el excesivo calor, a la que aspirar a regresar un pueblo inmerso en lo que los sesudos analistas califican de "conflicto olvidado".
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