(Hora, Naxos, 2009)
El dueño de la pequeña joyería se ha levantado al ver pasar a su interior a una pareja de extranjeros. Dentro de unos pocos minutos estará otra vez de regreso, seguramente sin haber vendido nada a los turistas, a pesar de su amabilidad y de los intentos, en los que se mezclan gestos y palabras pronunciadas en griego, inglés e italiano, por explicarles que las pulseras, gargantillas y pendientes que expone son originales en sus diseños y que no encontrarán ninguna pieza igual en toda la isla. Volverá a ocupar la ahora solitaria silla de anea cuya madera recuerda en su azul al Mediterráneo que se vislumbra unos metros más adelante, después del pasadizo en que se localiza su comercio. Él prefiere estar sentado fuera, para controlar a quienes entran y también para intercambiar saludos y breves frases de cortesía con los vecinos que atraviesan el estrecho paso camino de sus negocios o del mercado que hay en la avenida, cerca del puerto pesquero.
En el suelo, junto a una de las patas del asiento, un vaso conserva lo poco que queda del frappé (φραπές) degustado por el comerciante, ese café con hielo cubierto de espuma que los griegos han convertido en bebida nacional y que consumen a todas horas, en cualquier lugar, sin importarles la estación del año, orgullosos de un producto que consideran propio, como el koboloi, esa especie de rosario de bolitas de colores y materiales diversos que mueven y hacen sonar en sus manos constantemente, como si expulsaran los malos espíritus de sus vidas, versión reducida del objeto que los musulmanes emplean para llevar las cuentas de sus rezos dirigidos a Alá. Y sobre la caja, en la que esta mañana le han traído del almacén algunas mercancías, descansa un mechero y un paquete de cigarrillos que tomará inmediatamente después de sentarse a esperar a los próximos clientes.
En el suelo, junto a una de las patas del asiento, un vaso conserva lo poco que queda del frappé (φραπές) degustado por el comerciante, ese café con hielo cubierto de espuma que los griegos han convertido en bebida nacional y que consumen a todas horas, en cualquier lugar, sin importarles la estación del año, orgullosos de un producto que consideran propio, como el koboloi, esa especie de rosario de bolitas de colores y materiales diversos que mueven y hacen sonar en sus manos constantemente, como si expulsaran los malos espíritus de sus vidas, versión reducida del objeto que los musulmanes emplean para llevar las cuentas de sus rezos dirigidos a Alá. Y sobre la caja, en la que esta mañana le han traído del almacén algunas mercancías, descansa un mechero y un paquete de cigarrillos que tomará inmediatamente después de sentarse a esperar a los próximos clientes.
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